viernes, 10 de mayo de 2013

Carta a mi mamá.

No eres una viejecita tierna, de esas de cabello corto y plateado con arrugas por donde las mires y no quiero y mucho menos creo que alguna vez lo seas (para nosotros, los hijos, sobre todo para los tetudos hombres, ustedes las mamás son inmortales, como Wolverine, de adamantio puro y anti–age, como la crema  Nivea).  Y así te quiero y te prefiero.  De pelo largo, teñido de marrón, castaño o rojo, cada quince días, pero, eso sí,  nunca más de dorado como aquella vez, ¿te acuerdas? En serio, nunca más.
No eres una mamá de las de la tele, de esas que te llaman a tomar el desayuno y te esperan en la cocina  con el café con  leche tibiecito y el pan con mantequilla en las mañanas, odias la cocina y los quehaceres ramplones de la casa, siempre fue así  y yo, te quiero más por eso, por tu actitud de salmón, contra la corriente y contra las normas de buena conducta, así que no te quejes, dicen por ahí que lo que se hereda no se hurta.
No te gusta la cocina pero yo muero, mato y no me importa la cárcel si de comer tu lasaña, tu dulce de sémola y tu escabeche de pescado se trata. Cuando me case, ¿me guardas un tapercito?
Siempre me reprochas el que no sepa decir “te quiero” o que, las pocas veces que lo digo, lo haga sin la convicción  que el sentimiento amerita y tienes razón, pero no del todo, solo en parte, te equivocas en algo, má, no es que no sepa decirlo, sucede que me cuesta decírtelo a ti.  ¿Terror escénico?, ¿timidez filial? Al resto del mundo, decirle que te quiero se me hace facilísimo, o sea, no te doy la razón completa pero si rendida y avergonzadamente. Tú (mejor que nadie) me entiendes.
Haciendo sumas y restas, este texto es mi primer regalo hecho a mano y, sobre todo, a puro corazón  desde aquellos lejanísimos días de la casita hecha con palitos de helado o del portarretrato con la foto de tu primogénito con la misma cara de idiota de ahora pero menos viejo y con más te-quiero-mamá en los ojos.
Sé muy bien que estoy en deuda contigo, en infocorp sentimental, no fui un hijo médico y mucho menos uno ingeniero (lo de ser administrador, y ni que hablar de lo de escritor, como que no te cuadra mucho, carrera de vagos que le dices) pero, de esta forma, escribiendo, es como puedo decir que te quiero…mmm…espera, mejor aún, puedo DECIRTE (en mayúscula y negrita) que te quiero y, sobre todo, puedo decirte cuánto es que me gusta llegar a casa y encontrarte, sentadita en el sofá disfrutando de tu décimo quinto vaso de jugo de papaya del día, viendo la televisión, mientras aprovechas los comerciales para ponerme al corriente con lo último de la farándula, y también de la política.  Eres mi RPP con jean y pantuflas, que así es como me gusta verte, en pantuflas, disfrutando de tus días y tu bien ganado descanso luego de haber trajinado tanto en esta vida por estos hijos que te salieron medio falladitos pero que, eso sí, te quieren como a nadie, aunque no lo digamos mucho, aunque no lo demostremos siempre.

viernes, 30 de noviembre de 2012

No te enamores de mi.


No te enamores de mi. No soy una buena persona. No soy una mala persona, sino todo lo contrario, un tipo confundido. Nunca fui buen novio ni  buen amante ni  buen amigo. Tiendo a la soledad y al silencio.

Suelo desaparecer por días, tal vez semanas, en ningún caso por meses.  Acostumbro perderme en ficciones, esconderme en mis libros, protegerme del mundo y sus ruidos en medio de la calma de una habitación cerrada con una taza de té de mandarina caliente.

Habrán veces, y serán la mayoría, en las que estando triste no necesitaré un abrazo ni una palabra  de consuelo, simplemente que nos dejes solos, a mi y a mis histerias.  No lo llames egoísmo ni autosuficiencia, simplemente ganas de no molestar a nadie, Eso de andar importunando al prójimo con cuitas ajenas no me viene bien.

No te enamores de mi, no es conveniente para ti, tengo una historia a cuestas. Ya no es triste ni duele tanto pero me obliga a escribir con nombre propio acerca de lo que fue y pudo haber sido

No te enamores de mi. No se bailar, es más, le temo a quienes saben hacerlo, es más, los envidio, más aún, los detesto...no es cierto, solamente los envidio.

No te enamores de mi.  No soy hombre de familia ni de hipotecas a veinte años ni de niños propios, prefiero la soledad, los alquileres y  los  niños ajenos, dan menos sensación de arraigo y permiten partir cuando los días se vuelven iguales, grises, aburridos.

No te enamores de mi, verás que será mejor. No soy buena compañía, suelo no estar, o, lo que es peor, estar sin estar presente, hundido en mis fantasías, viviendo en el pasado y en lo que vendrá, en lo que espero y quizá nunca llegue, lejos del mundo real, lejos de ti.

No te enamores de mi. 



lunes, 25 de junio de 2012

¿Quién soy?


Llevo una doble vida. Como un súper héroe. Como un justiciero. Como un amante vigoroso. Como un maricón de mierda.

Soy dos personas, o tres, hasta cuatro, si me esfuerzo, pero, básicamente dos personas: la que trabaja para vivir y la que vive para leer, y, de vez en cuando, para escribir. 

La primera, me absorbe la fuerza vital, me vuelve un ser opaco, un ser vencido, un autómata rodeado de números, rodeado de reglas, de horarios y de gente odiosa. La segunda, me eleva, me narcotiza, me transforma en la mejor versión de mí mismo.  La primera, paga las cuentas, compra mi silencio, alienta el conformismo, se caga en mi libre albedrío.  La segunda, es comprensiva, no pide algo a cambio, solo minutos de tiempo que me sobren en el día. 

Las dos conviven conmigo. Las dos soy yo. Me soy infiel con ambas. Soy víctima y victimario en medio de un círculo vicioso ad infinitum.  A las dos las necesito, a una por amor a la otra por dinero.

En resumen: soy un cobarde en horario de oficina que va rencontrando lo poco que aún le queda de valor, lentamente, en cada paso que lo aleja, después de las cinco y treinta, de la fábrica de pusilánimes en masa que a diario lo afrenta, lo envilece, lo sodomiza.  Pero, también, soy un buen tipo, un lector esforzado, un aspirante a escritor,  una mejor persona entre las páginas de un  libro o frente a una hoja virgen, frente a una hoja en blanco.

Llevo una doble vida. Como un súper héroe. Como un justiciero. Como un amante vigoroso. Como un maricón de mierda.


GENIALIDAD: CORTESÍA DE MORIS, EN LA VOZ DE FITO PÁEZ



sábado, 23 de junio de 2012

Favor de no joder a don dios.


Dios le da barbas al que no tiene quijada.  Y le da carne al que no tiene dientes, decía mi abuelita. Quizá no sea culpa de don dios.  Tampoco es que nos deje muy bien parados esto de andarle echando  la culpa de todo, ¿no?  .  Ya bastante ocupadito debe andar el pobre con los niños del África y con lo del VIH, y con el problema aquel de los curas violadores, y con el calentamiento global y sus respectivos terremotos, tsunamis y demás, y con los diabólicos inventos estos del condón y la pildorita del día siguiente,  y tratando que el tal Ratzinger ese no meta la pata tan seguido ahuyentándole la clientela, y, sobre todo, preparando el fin del mundo para fin de año.  Es decir.

¡No!, no es culpa de don dios.  Es culpa nuestra: humanidad inconforme, desagradecida, fastidiosa y mamarrachenta.  Nunca estamos tranquilos e insistimos en zurrarnos a diario sobre el último de los diez mandamientos que tanta chamba le costó al buen Moisés hacernos llegar, soplándose cuarenta días con sus noches arriba de un cerro, el pobre: “No codiciarás los bienes ajenos”.

Como decía, no es culpa de don dios, es culpa nuestra: humanidad inconforme, desagradecida y etcétera, etcétera.  No nos resignamos a ser lacios ni ondulados, queremos ser siempre exactamente lo contrario.  
Si tenemos el cabello negro lo queremos rubio, o rojo, o anaranjado y viceversa.  Si somos muy delgados, nos quejamos, si somos gordos, sin dejar de masticar, pegamos el grito al cielo maldiciendo al regio, a la regia o a los dos.  Si trabajamos en una oficina, quisiéramos andarnos las calles y si trabajamos en la calle, añoramos un horario de oficina. Si somos casados, envidiamos la libertad del soltero y, los solteros (no siempre), deseamos los hijos, la chimenea y el calor de hogar del matrimoniado. De niños queremos ser adultos y, ya de adultos, daríamos lo que fuese por volver a ser niños.  Teniendo a la pareja linda, buena, inteligente, cariñosa, nos quema la entrepierna por la ruca o por el puto. Si somos chatos: queja.  Si somos altos: queja. Si tenemos auto: "tráfico de mierda". Si viajamos en bus: "¡Pof!, dios santo, como le apesta el sobaco a este cobrador" y, por si acaso, también: "de mierda".

Nuestro estado natural es la queja, la inconformidad hacia aquello que no podemos cambiar o que, en todo caso, no es tan importante cambiar.  Dejémonos en paz un rato, aceptémonos como somos, no trastoquemos lo que no tiene importancia, dejemos en paz a don dios que ya bastante chamba tiene, sobre todo con Ratzinger.


VIDEO: CORTESÍA DE UNA GENIALIDAD DEL BUEN MEL BROOKS.






sábado, 21 de abril de 2012

El ¿por qué? de mis lecturas.

Leo para escapar, para huir de lo que me rodea, de lo que me asfixia, de lo que me alcanza y, leo, sobre todo, para huir de mí. Lo hago para fingir que tengo más de una oportunidad, y no una sola (como es en realidad) para ser quien quiero y no puedo o no alcanzo a ser. 

Leo para pensar que existe un borrón y nueva cuenta, también para mí. 

Para dejar de ser quien realmente soy, al menos por un rato, agazapado bajo la piel de algún personaje de ficción, hasta que termine abruptamente el chorro de palabras con un punto mandón y tirano, leo.

Leo para darme la oportunidad, mientras dure el libro, la historia, el cuento, de imaginar que puedo solucionar problemas y desfacer entuertos solo cerrando una tapa o volteando una hoja.

Leo para creer que puedo comenzar de nuevo o, simplemente, que puedo no seguir más si así me lo cantasen las pelotas en un momento dado.

Leo por ser un escritor falto de talento, incipiente, relajado, dado a lo fácil, pero, en contraparte, por ser un lector esforzado, añoso, disciplinado, pundonoroso, leo.

Leer es mi forma de estar cerca al oficio de escritor. 

Leo porque me gusta la soledad pero, no sentirme solo, y un texto siempre da la sensación de una soledad acompañada. Acompañada de personajes, de historias, de frases.

Leo porque la fe ciega me calienta el oído por las noches  con la cantaleta que a punta de  largas horas de lectura llegaré a ser, con ayuda divina o del demonio, pero con alguna ayuda, un tremendo escritor, un buen escritor, al menos, un escritor y, yo, le creo, por eso leo.


                                 
                                 

  

viernes, 13 de abril de 2012

La vida no es una película.

La vida no es  una película, o, al menos no una buena, es solo una comedia  mediocre y de bajo presupuesto. No nos ha sido dado un soundtrack para ninguno de nuestros momentos Kodak, y eso ya deja mucho que desear de los directores, productores o de quién demonios sea el responsable de nuestra triste cinta serie C.  Es decir, es improbable, por no decir imposible, oír la voz de Michael Bolton arrancándose, desgarrada pero oportunamente, con un “When a man loves a woman”, mientras, paseando por una librería y esta vez si de imposible manera, encuentras al amor de tu vida, deslizando distraídamente, y como quien no quiere la cosa, los dedos sobre las tapas de los mismos libros que tú, solo que en sentido contrario, dándote la oportunidad de un cruce de manos, de miradas y de caminos.

Pretender  desconectarse del mundo haciendo un viaje a lo largo de un año y hasta el otro lado del planeta, en plan “Eat, pray and love” es absurdo, ni siquiera un fin de semana completo y ni a Huacho a veces.

No tenemos la suerte de tener un señor Miyagui en el barrio que nos entrene en el duro oficio de la vida, encerando y puliéndole el auto  ni regándole el bonsai siquiera, a lo más, debemos conformarnos con un señor Wilson de vecino que nos joda la vida sin nosotros ser “Dennis, The Menace”, y, por muchísimo menos que eso, nos mande al serenazgo en visita de rutina todas los fines de semana y sin falta siempre que tenemos la "osadía" de invitar a más de cuatro gatos a nuestra propia casa. ¡Turbamulta!, grita el muy huevón.

Antes de los créditos finales, ni sueñes con que el fin de la película serie C es contigo siendo joven, amado, exitoso, millonario y  con una sonrisa Colgate en primerísimo primer plano, ¡no!, ¡qué vá! y, mucho menos contigo descalzo paseando tu dicha inacabable a la orilla del mar con el amor de tu vida (si, ese que no encontraste en la librería) rodeándote el cuello con los brazos en estado de felicidad perfecta luego de sortear todas las vicisitudes del mundo, calculadamente puestas en el camino, por un macabro pero, al fin y al cabo, bondadoso guionista, para resaltar a través de la historia tu integridad, tu fe y, sobre todo, tu superdotada inteligencia, ¡ni lo sueñes!, tu escena final es, en el mejor de los casos:  tú, en rigor mortis, previamente enfermo, y tras una larga agonía, metido en un cajón, haciendo el solitario viaje a las profundidades de la tierra, ni cremado ni esparcido en el océano,  this is too expensive.

En buen cristiano, al final de la película mamarrachenta, nos damos cuenta epifánicamente  que fuimos extras de nuestra propia vida. Que no tuvimos dirección ni producción, que nos equivocamos hasta en los decorados y que nuestro personaje, ni siquiera apareció en los créditos.


sábado, 7 de abril de 2012

Tal vez esto sea la soledad.

Tal vez esto sea la soledad, la velocidad de un auto a lo lejos, el silencio apretado entre cuatro paredes, la ausencia de ruidos en la habitación de al lado, los pasos que se esfuman  en la noche, los que tanta falta hacen.  El maldito pitido en los oídos enrostrándote el  vacío de la casa. El aire frío que ya nadie abriga, la luz amarilla de los postes por compañía, las palabras que no alcanzan, que vienen poco, que vienen nunca, para ayudarme a entender  lo que siento.  La hoja en blanco en el ordenador, el alma extraviada en los recuerdos.  El teléfono sobre la mesa, en silencio hace tanto tiempo.  El reloj que avanza sin darme cuenta.  Las oportunidades perdidas esperando el regreso.  Una ventana encendida cruzando la calle, los pájaros de la mañana anunciando a trinos la vuelta a la vida, a la vida sola, a la vida en vano. Tal vez esto sea la soledad.


domingo, 25 de diciembre de 2011

¿Qué significa escribir?

Escribir es un poco desnudar el alma.  Es mostrar en escaparates con vista al mundo las inquietudes, dudas y  miserias, que secuestran la mente de quien escribe.  Es un acto de striptease ególatra y exhibicionista delante de muchos o de no tantos o de un solitario y onanista face to face frente a la página en blanco.  Escribir es prostituírse, no a cambio de dinero, queda esto claro (aunque a veces, la suerte es grande y escribir pone el pan sobre la mesa), pero sí de atención. Escribir es dejar la piel, que es un poco lo que somos, detrás de uno mismo, en cada palabra, en cada frase, en cada texto. Escribir es transmutar, trascender hacia algún otro lugar, no siempre mejor pero si  hacia un lugar distinto, distinto a la aburrida y rutinaria realidad. Escribir es perder intimidad pero ganar la libertad de las palabras y eso, eso, querido escritor, no tiene precio.


domingo, 18 de diciembre de 2011

Feliz Navidad.

Detesto la Navidad  y  el Año Nuevo, también.  Detesto el ruido, los borbotones omnipresentes de gente, el aire con pólvora, el panetón que engorda, detesto la estupidez del chocolate caliente en plena canícula y, siendo intolerante a la lactosa, la leche que lo acompaña. 

Me indigna que, a pesar de los  iphones, ipads, lcdés, leds, tablets y demás adminículos tecnológicos de los últimos diez años, las lucecitas de mierda de los árboles y de las ventanas sigan sonando igual que hace treinta años atrás, con ese ruido soso, monocorde y por demás aburrido.

Detesto la Navidad y el Año Nuevo, también, por el macabro juego del “amigo secreto”, macabro por el desarrollo del mismo.  No termina de cuadrarme aquello de ir consumiendo y recogiendo regalitos (llámese golosinas, notitas, adornitos) de un conocido desconocido con el que tranquilamente durante el año has podido tener infinidad de desencuentros y al cual le das la oportunidad perfecta de vengarse eliminándote y con tu consentimiento, además, a través de un probable envenenamiento sistemático o mediante brujería con objetos pactados (llámese llaveritos, aretitos, pulseritas, etc.), recuerda: caras vemos…

Detesto la Navidad y el Año Nuevo porque es aquí, durante treintaiún largos días, que es lo que dura el ajetreado diciembre, donde se hace más notoria  la desigual felicidad que embriaga (sí, embriaga, no embarga) al mundo.  Es aquí, en este pelotudo mes, donde la brecha que separa a los que esperan el conteo regresivo hacia la media noche, apoltronados en una mullida sala, o alrededor de una opípara mesa, o de cabeza en la juerga más chic de la ciudad, de los que pasan ese mismo instante respirando alegría ajena, y tal vez inalcanzable, aprovechando el decembrino y por lo mismo falso espíritu samaritano de los cristianos pudientes, vendiéndote chispitas mariposa en alguna esquina, con la cara pegada al vidrio de tu auto, soñando a lo lejos con tener alguna vez la propia, se hace más grande en odiosa comparación con el resto del año. 

Detesto  la Navidad y el Año Nuevo, también, porque en los últimos años, el espíritu navideño que flota a mi alrededor le ha ganado terreno a mi otrora orgulloso y arrogante espíritu Grinch y, una vez disminuido este hasta su mínima expresión, hoy  cargo villancicos en mi reproductor y  los escucho afiebradamente (todo navideño yo) durante todo el navideño mes, llegando en el colmo de la traición hacia mi querido Grinchito a colgar el video Last Christmas en la versión de Wham! (si, la ex banda de George Michael) en mi muro de Facebook amén de en este post, (bien dicen que el fin del mundo está cerca).

Pero, sobre todo, detesto  la Navidad y el Año Nuevo, también, aunque, contrariamente y por ello mismo, cada diciembre me vaya gustando más todo aquello de pasarme una tarde completa de domingo desenredando lucecitas, tragándome el polvo de unos muñequitos de yeso y del amasijo de paja que es ese pesebre que, mamá, ya va siendo hora de cambiar, ¿no crees?.


martes, 27 de septiembre de 2011

Algunos, ¿muertos?

Las manecillas del reloj alcanzaron las ocho de la mañana.  Un aire denso se asomaba en la ciudad colándose por los resquicios de la ventana.  Contrariando la lógica, aquel mismo aire narcótico con aroma a sueño y parsimonia, lo había despertado.  Nada más abrir los ojos, el hombre sintió el ambiente enrarecido. Buscó lo extraño olfateando compulsivamente a su alrededor. No era el mismo amanecer de siempre. 
Logró ponerse en pie a pesar del escalofrío que recorrió su espina, trastabilló hasta alcanzar  la ventana que daba hacia la calle.  Su curiosidad pudo más que el temblor helado, como de miedo, que le inundó las piernas.
Habitualmente, al despertar por las mañanas, el hombre acostumbraba descorrer las cortinas dejando circular el aire por la habitación mientras, acodado sobre el alféizar, se entretenía contemplando el hormigueo humano bajo sus pies.   Pero, esta vez, la extraordinaria vista a la calle que tenía desde su departamento, en el octavo piso, se tornó estremecedora.  Una inusual tiniebla se extendía de a pocos sobre el cielo de verano: una mancha gris iba cubriendo lentamente el paso de los transeúntes, borrando gestos en su marcha, vaciando de expresiones a los rostros.  La mancha, avanzaba a paso lento y pesado, dejando una estela de desolación tras de sí, cubriendo cada vez más espacio de cielo en aquel pedazo de ciudad.
Luego de unos minutos de observar demudado lo que ocurría bajo sus pies, el hombre detuvo la mirada, entornando los ojos, en un hecho que le pareció más extraño aún: la mancha parecía detener su camino solamente sobre cabezas adultas, sobre las personas de saco y corbata, sobre los perdidos en sus pensamientos, a esos, a esos les robaba hasta el brillo de los ojos, los dejaba inertes, sin expresión, sin hálito de vida pero vivos aún, doblemente muertos.
El hombre contemplaba absorto esa especie de marcha fúnebre, de la que solo  los pocos niños que andaban por el lugar y algunos cuántos adultos, salían librados, los demás, los “robados”, no parecían ni siquiera darse cuenta. Todo era muy raro para una mañana que debió ser como cualquier otra.
Era como si, solo el hombre fuera capaz de ver la mancha cubriendo las cabezas y borrando los gestos en las personas, robándoles el alma.  No se explicaba como nadie allá abajo reaccionaba con terror, con asombro, ni siquiera con incomodidad ante una situación a todas luces terrible, al menos para él, como si fuese común que les arrebatasen el soplo de vida, los gestos, la alegría, como si lo que les sucedía fuera tan familiar y cotidiano como el pan por las mañanas.
A medida que la gente iba traspasando las puertas de sus oficinas, la mancha desaparecía junto a ellos, sobre sus cabezas, devolviendo la claridad al cielo de verano.  El reloj marcaba las ocho de la mañana y algunos pocos minutos más. El olor adormecido se fue desvaneciendo, del aroma a sueño y parsimonia, quedaba poco, quedaba nada.
La mancha desapareció por completo, el hombre la vio atravesar el umbral de cada una de las puertas de las oficinas, que rodeaban el edificio en que se hallaba su departamento.  La calle quedó limpia, clara, llena de luz, como una mañana de un verano cualquiera. 
Al hombre, luego de haber sido testigo de excepción de la mancha (o lo que quiera que ello hubiera sido) transformando la mañana, esparciéndose aterradoramente sobre las cabezas de determinadas personas y aún consternado y con el temblor en las piernas cediéndole de a pocos, se le antojó una hipótesis: rutina – pensó –...costumbre – dijo  –...frustración – sentenció –. 


domingo, 11 de septiembre de 2011

El dia que Morgan Freeman me llevó a la oficina.

Adormilado y arrastrando lo poco que quedaba de mí, luego de otra larga noche de insomnio, bajé lo más rápido que permitió mi modorra crónica, el millón de escalones que aparecen de la nada, todos los días y a la misma puñetera hora, en la escalera del edificio en el que vivo.  Llegué a la puerta y nada más tocar la calle bastó para que mi pellejo, al contacto de la húmeda y fría mañana, en un acto de rebeldía, se contraiga como queriendo tomar impulso para arrancarse de mi esqueleto y escapar lo más lejos posible de mí y volver a la cama, de puro frío que sintió.  Habráse visto pellejo más traidor.  

Ya un poco más despierto debido al gélido ramalazo, busqué desesperadamente, en plena avenida  y sin dejar de castañetear los dientes, un taxi en el cual refugiarme del inclemente frío y continuar mi sueño camino al trabajo. Probablemente, mi cara amoratada, mis ademanes hipotérmicos o simplemente mi cara de cojudo, animaron al humilde taxista de la Station Vagon, a la cual me acerqué desesperado por cobijo, a aplicarme una tarifa altísima en comparación a la que pago siempre por hacer la misma ruta:  doce soles, me soltó con el mayor desparpajo el muy  hijo de puta, segurísimo de mi imposibilidad de regatear hasta los siete solcitos de toda la vida, debido a mis friolentas condiciones o (otra vez) a mi cara de cojudo.
Resignado e instalado dentro del auto, eso sí, ya calientito, aclaré la voz, preguntando lo más  educadamente, que darse pudo, al avezado chofer si es que podía cerrar  las ventanas, a lo que este, mirándome por el retrovisor con sus ojos pequeños de roedor,  contestó con otra pregunta, tan obvia como cojuda (todo era cojudo aquella mañana.  Hipótesis: el frío lo acojuda todo): ¿hace frío, no?, solo me quedó asentir con la cabeza y mandarlo de vuelta al culo de su madre con la mirada y una sonrisa socarrona, sonrisa que, maldita sea mi suerte, mi asaltante mal interpretó como un gesto amistoso.
Saqué de mi bandolera, la segunda parte de la trilogía de Javier Marías: “Tu rostro mañana” para aprovechar con algo de lectura, los quince o veinte minutos de viaje hacia mi oficina.  Iba concentrado en la novela, inmerso en las tribulaciones de Jaime Deza, y, sintiéndome abrumado por una extraña sensación, como cuando te sabes observado acuciosamente,  alcé los ojos por encima del libro, alcanzando a ver, por el espejo retrovisor, el rostro del chofer que me miraba con una pregunta clavada como zarza ardiente, en las pupilas.  Cerré el libro, nuevamente resignado a la casi segura batería de preguntas a la que me exponía, aceptando mis siguientes diez minutos con estoicismo. 
En aquellos diez minutos, aprendí que existe gente a la que si bien no conoces, y quizá en un principio te jodió cruzártela en el camino, tiene el talento o la capacidad, como quieran llamarlo, de hacer que le hagas un resumen pormenorizado de tu vida, incluyendo: fobias, filias, expectativas, deseos incumplidos o por cumplir, saben exactamente que preguntar y, sobre todo, como preguntarlo, para estar más enterados de las circunstancias que rodean una vida, cualquier vida, antes de hacer un análisis de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas (FODA, que le llaman en el argot administrativo) con sus respectivas conclusiones y recomendaciones para un buen vivir. Para no hacerles largo, ni más aburrido el cuento, luego de contarle al “Deepak Chopra del volante”, a que me dedicaba, lo que había estudiado, la segunda carrera que empezaba a estudiar para complementar la primera y mis enormes deseos de algún dia ser un escritor y vivir de ello, el “Og Mandino de los taxistas”, me soltó un apotegma de aquellos que no se olvidan jamás, me dijo:  “Joven, es como si usted, en estos momentos tuviera tres pares diferentes de zapatos nuevos, los cuáles vendrían a ser: el primero, la primera carrera que estudió; el segundo, la carrera que está estudiando y el tercer par, sus ganas de ser escritor.  Lo que tiene que hacer usted es probar con cuál de los pares se siente más cómodo, camine con los tres, acostúmbrese a uno, el que no le haga doler y le haga caminar mejor, ese, úselo a diario, los otros dos pares, bótelos o utilícelos solamente los domingos o un ratito para alguna fiesta”.  Juro que no entendí un carajo, pero, juro también, que al llegar a mi oficina, nada más bajar del auto con más cara de cojudo, que ya es decir bastante, al taxi le salieron alas y zurrándose en el tráfico, desapareció tras el cielo gris de Lima.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Apuntes de un ex-descreído.

1
Me confieso pobre, o, al menos no tan rico como imaginé que sería a mis casi treinta años, cuando tenía quince. Soy el poco orgulloso dueño de un humilde y desastrado Nissan del ‘98, amén de un ser inexistente para los registros públicos de bienes inmuebles, un casi base tres sin Blackberry ni Iphone, sin tarjeta de crédito signature y con un pasaporte semi-desnudo y avergonzado (por lo calato) con un solitario sello de entrada a algún país, que, por cierto, ni siquiera fue: Italia, Francia, Australia o Japón, sino, uno de aquisito no más, cruzando la frontera, que me dejó de recuerdo, un añejo, estoico y desdibujado por el paso del tiempo: “República de Chile”, estampado en el documento, de trazo irregular y tinta color violeta.

2

He pensado infinidad de veces en la razón de mi pobreza (la material, ni hablar de la espiritual), partiendo del supuesto, ahora casi negado (por mi), de que el trabajo genera riqueza, sin llegar a una conclusión  coherente o que al menos aplaque en algo mis devaneos masoquistas de cada fin de mes, cuando compruebo que mi edad, se desplaza en modo inversamente proporcional al saldo de mis cuentas.

3
Sin creer en el azar, hasta hoy, he jugado “n” loterías cada fin de semana, esperando equilibrar de alguna manera mi balanza de pagos, tan venida a menos desde que trabajo (más), sin obtener el resultado esperado. Me he obligado, en acto de desesperada disciplina y tras incontables e infructuosos intentos, a aprender de fútbol, hípica, póker, cartomancia, numerología y demás “ciencias ocultas” (aun yendo en contra del pensamiento científico que preconizo) en las que, si bien es cierto, se pierde más veces de las que se gana, cuando se gana, realmente se gana y punto.

4
Jamás creí en la magia, ni en los trucos ni en la suerte, es hora de empezar a hacerlo, a la mierda mi pensamiento científico, a la mierda Santo Tomás y su cojudísimo “ver para creer”, desde hoy, creo en lo que no veo, ya que lo que veo, no me sirve.  ¡Que viva “El Tuno” y “El Huachano”!, ¡la tía que lee las hojas de coca, la otra que lee las nalgas!, ¡arriba las patas de conejo y las herraduras, la “llamaplata” y los limones en la mesita del centro!, ¡oda a la sábila con hilo rojo detrás de la puerta, a las lentejitas de los lunes, a pisar caca en la calle y a que te pique la mano!.
Hasta vernos, me voy a bailar, cubriendo mis partes pudendas con un taparrabo rojo y repitiendo un mantra para la buena fortuna que bajé de internet, sobre la foto de Carlos Slim,  a ver si se me pega algo de la suya, claro está, sin dejar de fumar mi “Ekeko”.


domingo, 21 de agosto de 2011

Pequeñas instrucciones para el día en que no esté.

El día que yo muera, quiero que mis cenizas (si mamá, leíste bien, MIS cenizas, son MIS cenizas, yo decido sobre ellas, ni se te ocurra enterrarme, conoces  lo de mi claustrofobia y mi terror a la catatonia) sean esparcidas desde un auto Suzuki  Swift color rojo, a lo largo de la avenida Abancay, en el centro de la ciudad.  Te preguntarás: por qué escogí un auto de ese tipo: por puro mono;  tal vez también te preguntes:  por qué Abancay, la respuesta es menos sencilla y por ello con más contenido que la primera: será como cerrar mi propio círculo, volver al inicio, de qué, no me lo preguntes, al menos todavía no, aún no lo sé, quizá sea una simple percepción o tal vez una fugaz añoranza de aquel primer contacto con miríadas de libros de literatura, los que remplazaron impune y felizmente  a los de Matemática y Biología tan necesarios en ese entonces (y tan aburridos hasta hoy) para mi preparación pre universitaria, enmarcados por los antiguos estantes de la aún más antigua Biblioteca Nacional, en el corazón de la desordenada y caótica  Abancay, allá por mis inocentísimos diecisiete años, cuando probablemente, se instalaron en mí, sin darme cuenta y para no abandonarme más, las ganas de ser un escritor.

Mientras me acompañan por todo el largo de la avenida Abancay, en los parlantes del Suzuki, deberá sonar y durante todo el camino:  “I still haven't found what i'm looking for” de U2, para que quede constancia, al menos entre las cuatro o cinco personas que acompañen mi aventamiento (no deseo y mucho menos aspiro a que hayan más personas que esas cuatro o cinco (detesto las multitudes)), de que, como dice la canción, jamás encontré lo que buscaba pero que tampoco me di por vencido, y, que al menos en ello, me acerqué a Cortázar o tan siquiera a Horacio Oliveira, su personaje de “Rayuela”.

No llanto, todo el que deja esta vida, aun así haya tenido la mejor de todas, al morir, parte hacia un lugar mejor;  ya que no exista el trabajo, es garantía de que: sea lo que sea que nos espere luego de abandonar  el cuerpo físico, será, y de lejos, un mejor lugar.

No quiero misas del mes, del mes y medio, del año ni nada de esas cosas, siempre me aburrieron las misas, aún más que las multitudes;  si quieren recordarme, levanten una copa de vino (no cerveza) al viento y pronuncien mi nombre, es muy probable que echado en alguna cama, desde algún lugar del otro mundo, los escuche y brinde con ustedes...salud!!!.






viernes, 19 de agosto de 2011

¿Volver o no volver?

Quisiera pasar el dia entero escribiendo, quisiera volver a escribir aquí, quisiera ser bueno siendo lo que pretendo ser (un escritor), quisiera ser millonario y dormir hasta las tres de la tarde a diario, quisiera...quiero.

sábado, 9 de octubre de 2010

Despedida.

Este blog y su autor, llegaron hasta aquí, mi más profundo agradecimiento a todos los que me soportaron, me leyeron y comentaron; a mis pocos pero fieles seguidores: disculpas y nos veremos pronto o dicho (escrito) mejor aún, sabrán de mí.

La despedida es causada por mis ganas de querer ser, si no un buen escritor, al menos uno no tan chapucero, es por ello que mi nueva ocupación, además de trabajar (maldita sea), será la de leer más, practicar aún más e inscribirme en cuanto taller de redacción o creación literaria encuentre en el camino, esto último más para sentirme bien conmigo mismo que para aprender en sí, ya que considero que nadie te puede enseñar a escribir, escribir es algo que nace con uno y que se va moldeando con arduas horas de práctica y lectura.

Este último post, al cual no haré publicidad alguna, quiero compartirlo con las personas que ingresen a este blog interesadas por encontrar una nueva entrada, a ellos, a ustedes, osea a mi mamá y a mi novia, mis eternas gracias por hacerme creer por instantes durante estos diez meses, que empecé a ser un escritor, prometo no defraudar, al menos voy a intentarlo y sabrán de mí. Sigo escribiendo mi novela, crucen los dedos para que alguien la publique, un gran abrazo a todos y…el endriago no ha muerto, solo descansa para dar paso a su hermano, “Crónica de un Suicidio”, pronto (si Dios quiere y las editoriales no piensan que es un mamarracho) en las mejores librerías.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La vida después de ti - II

Bajó del taxi y caminó a través de la plaza, veía con amarga nostalgia los bares y restaurantes que le fueron tan lejanos en su adolescencia en la que a duras penas, con algo de suerte y mucho sacrificio, llevaba cinco soles en los bolsillos como presupuesto diario, diez los fines de semana dejando de almorzar un par de dias y a veces hasta quince soles haciendo a pie el camino de la universidad a su casa; cinco soles diarios con los que, a pesar de todo y emulando el milagro de los panes y los peces, siempre alcanzó para aparecer con sonrisa de payaso por la puerta del salón de Diana con un Sublime en la mano.

Tan ensimismado iba en sus recuerdos que al cruzar la pista, ni siquiera sintió el chirriar del auto que casi lo atropella, ¡huevón de mierda!, le gritaron, Orlando, abstraído por completo del momento y con gesto indiferente, asintió con la cabeza en señal de total acuerdo. Siguió su camino, aguzando más la vista en cada paso, como tratando de encontrar a Diana en alguna de las tantas caras que tenía a mano, de pronto y en un ramalazo de lucidez, se sintió absurdo, como carajo pensaba encontrarla en una ciudad tan grande como Lima en la que habían ocho millones de personas y probablemente, cientos de Dianas Temoche en la guía telefónica, y esto último, en caso tuviera una línea a su nombre.

Haciendo cuentas, recién llegado de Buenos Aires, y sin alguien que supiera de su presencia en Lima además, estaba real y fatálmente jodido, sería imposible encontrarla, al menos por hoy.

Recuperada la sensatez y una vez salido del marasmo en que lo mantuvo su andar vehemente, sintió, por fin, el aire frío golpeándole los ojos, decidió ir por un café, subió el cuello de su camisa para emprender la marcha y al bajar la cabeza, como emergiendo del pasado, aparecieron ante sus ojos los escalones aún alfombrados de verde del bar “Santos”, antiguos, lejanos pero presentes, como el recuerdo de los tantos besos que compartió con Diana en aquel mismo lugar, jamás cruzaron el umbral de la puerta, por eso del presupuesto ajustado, pero, cuánta melancolía habitaba aún en aquellos escalones.

Esa misma melancolía le impidió entrar, era demasiado para una noche, no poder encontrarla pero sí recordarla en todos lados, a cada paso que daba, le pareció un poco mucho. Un vodka, necesitaba un vodka, igual al del hotel, mejor dos o los que vengan, ya que importaba, su lucidez lo acosaba, lo acorralaba con recuerdos, era suficiente, sería mejor adormecer la conciencia en un mar de licor antes que seguir así, recordando (y con tanto amor) a quien lo dejó, a la que no le importó dejarlo hecho mierda, quería odiarla, al menos por esta noche, sabía que mañana al despertar seguiría buscándola, hasta encontrarla y preguntarle porqué, para decirle que la amaba, que ahora si, ahora si Diana, amor de mi vida, podemos entrar no solo a este bar, si no a todos los del mundo, al cielo si asi lo quieres, contigo hasta el infierno voy si me lo pides Diana, niña de cabello hermoso, Diana, mi Diana.

Quitó bruscamente los ojos de los escalones, guiando sus pasos en dirección opuesta, con rumbo al bar “Picas”, ahí no habría un puto recuerdo, muy por el contrario, sería el lugar perfecto para odiarla por una noche, al menos por esa noche y si era en brazos de otra mujer, mejor, el odio sería mayor al despertar de madrugada, en algun hotel de Lima, sudoroso y con un cuerpo que, ¡maldita sea!, no será el tuyo Diana, no será tu cuerpo Diana, el que jamás dejaste que sintiera, empiezo a odiarte amor de mi vida, pero sólo por esta noche, te juro que solo por esta noche....CONTINUARÁ

lunes, 30 de agosto de 2010

Las siete palabras, desde mi propia cruz.

En mis ratos más aciagos (abrumado por esa seguidilla ruín de días de la semana infinitos (por laborables y madrugadores) en que me ví envuelto, sin opción a reclamo, hace poco más de seis años, cuando pasé a formar parte de la orgullosa y pundonorosa (¿?) masa laboral peruana), y en momentos en los cuales, las ganas me abandonan dejándose ganar terreno por el aburrimiento, la desidia y el desgano, (digamos, como a las ocho y media de la mañana de todos los lunes a viernes) viendo a mi lado, la vida pasar, encerrado en una oficina de dos por medio (literal y metafóricamente), lo primero que se pone en el tambor de revólver en que se convierte mi lengua, como una bala afilada apuntando al cielo, ansiosa por dispararse en busca de una respuesta, es la cuarta frase dicha por Jesús en la cruz: “Dios mío, ¿porqué me has abandonado?.

En medio de aquel desmadre mañanero, metafísico, religioso, existencial, y sin nada que hacer por ser un lunes de esos casi felices en los que no hay chamba acumulada, la conexión a internet de la oficina es impoluta y la vocación de cronista (obviamente frustrado) se mezclan con la frase de Cristo, nuestro señor, es que termino envuelto en la creación de un post que quizá para algunos sea una blasfemia, una falta de respeto o simplemente una mierda mal escrita, pero que a mi, me servirá como catarsis, como terapia o, mejor aún, como escudo de protección ante la mirada de mi jefe (pensará por mi gesto circunspecto mirando el monitor y tecleando fervorosamente (sin imaginar siquiera mi verdadero propósito: googlear las siete palabras de Jesús en la cruz y el orígen de la palabra trabajo en horas también de trabajo, además), que me desvivo redactando algún informe).

TRABAJO: etimológicamente deriva de la palabra tripalĭum (tres palos), tipo de tortura medieval de cuyo nombre en latín se extendió el verbo tripaliāre como sinónimo de torturar o torturarse, palabra que posteriormente mutó en el castellano arcaico a trebejare ya con el significado de esfuerzo, de la que años después surgió la palabra trabajar como sinónimo de laborar.

Reconociendo todos, el calvario de Jesús en la cruz como una tortura y sabiendo ahora, que etimológicamente la palabra trabajo le debe su orígen al nombre (también) de una tortura, es que recuerdo mi frase en forma de bala afilada de las ocho y media de la mañana como una asombrosa coincidencia, la cual emplearé como punto de partida para hacer un paralelo entre mi agonía en un dia de trabajo cualquiera y la agonía de Jesús en la cruz. Con el perdón de los cristianos.

1) Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen : esta primera frase es aplicable en todo el sentido que darse pueda, en el sector público, en el que lamentáblemente trabajo y en el que nadie tiene la más puta idea de porqué está, ni de qué hacer, y si lo saben, no lo hacen notar, no merecen perdón, pero bueno, por bondad cristiana, Padre…ya tu sabes.

2) Hoy estarás conmigo en el Paraíso : es la promesa que le escucho al tic tac de mi reloj cuándo está por marcar la hora de salida, el paraíso es mi cama y en agradeciemineto por no marchar tan lento, llegando a casa, arropo mi humilde Casio, con su franelita de Hiraoka, bajo mi almohada. A golpe de diez de la noche, somos paraíso.

3) He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre : Llegando a casa y hablándome a mi mismo, me presento a mi propia madre, quien me espera en casa con el resumen de las novelas (que no puedo ver por andar de idiota trabajando) y con una sopa a la minuta calientita, haciéndome olvidar el martirio del dia a dia. Te quiero má.

4) Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? : A mí, que me bauticé de niño y sin que me lo preguntaran siquiera, a mi, que hice la primera comunión con quema de pecados y todo, a mi que estudié en colegio de curas, que fui boy scout y canté en el coro de la iglesia frente a mi casa, a mi que actué de Mateo en semana santa y aguanté que me hicieran el lavado de pies frente a cientos de viejas morbosas, a mi, a tu hijo que no toma, no fuma ni baila pegadito, ¿por qué me has abandonado?, y aquí todavía, en el sector público.

5) Tengo sed : para ser sincero, esta frase viene a mí sólo los fines de mes cuando ni siquiera puedo pararme al comedor de la oficina a tomar un té, debido a la cantidad de trabajo acumulado y para ahorrar en idas al baño además, realmente, son días de mucha sed.

6) Todo está consumado : ésta también es de fin de mes, cuando comparo el sueldo con los pagos de tarjetas de crédito, dando como resultado un número negativo. Todo está consumado y también consumido.

7) Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu : ésta de aquí, es mera consecuencia de la anterior y con la cual, ya tengo podrido a mi viejo. Rumbo a su habitación, para pedirle un préstamo de hombre a hombre, voy carraspeando para endulzar la voz y practicando el gesto, pongo cara de hijo niño y repito en tono consternado y melancólico la letanía de todos los meses: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, que si no, todos los bancos del Perú vendrán a empapelarte la puerta.

sábado, 28 de agosto de 2010

La vida después de ti - I

La luz del día desvanecía de a pocos, dándole paso a la luz débil y amarilla de los postes. De pie frente a la ventana de la habitación, Orlando agita impacientemente un vaso de vodka, intentando en vano reconocer algo en esas calles, repletas de siluetas presurosas caminando la noche, que lo ayude a no sentirse un extraño dentro de su propia ciudad. Volvía a Lima luego de diez años, los recuerdos se agolpaban desordenadamente y sin mucha forma en su memoria, de las casas del barrio y de la gente que las habitaba, quedaba nada, edificios, solo edificios y gente nueva por donde enfilara la mirada, en general, como notó en el camino desde el aeropuerto, la ciudad entera había cambiado, sería más difícil encontrar lo que venía a buscar.

Dejando atrás una vida exitosa en Buenos Aires, Orlando volvió a Lima por respuestas, intentando cerrar el pasado que le robó la paz todo este tiempo; hace diez años, en esa misma calle, en donde hoy se yergue imponente el edificio del hotel desde donde observa su antiguo barrio, fue víctima de desamor y olvido, de un: “no te quiero más”, que lo sumió en la más absoluta y putísima pena que darse pueda, con el atenuante de no saber jamás si esto, a pesar de la vorágine de llanto, rabia y confusión en que lo envolvió, fue lo mejor. La vida le había mostrado los dientes en amplia sonrisa, ahora, a diferencia de hace diez años, tenía todo lo que juró conseguir, en plan de demostrarle al mundo y sobretodo a Diana, su ex - novia, de lo que era capaz, más por orgullo herido que por convicción: una carrera exitosa, prestigio, dinero y reconocimiento.

A pesar de ello Orlando, religiosamente a lo largo de todo este tiempo, al caer la noche en su departamento de Puerto Madero en Buenos Aires, jamás dejó de repetir en su cabeza, la escena final de su última y más preciada historia de amor, el instante en el que Diana, sin más explicación que un adiós frío y artero, lo dejó parado con la pena a cuestas, justo ahí, en esa vereda a la que ahora desde la ventana del hotel le clavaba la mirada como buscando algún resquicio de aquel momento, alguna pista de lo ocurrido, algo que le ayudara a comprender lo que sucedió, porqué se había marchado, porqué lo abandonó.

El último sorbo de vodka le quemó las entrañas, un ímpetu extraño le recorrió el cuerpo, la ligera inconciencia que le daba el trago, lo iba empujando de a pocos a empezar su misión, había llegado el momento, a pesar de no tener la más puñetera idea de por donde empezar, decidió salir a buscarla, si algo conocía a Diana, sabría dónde encontrarla, eran solo diez años, total, que tanto puede cambiar la vida en diez años, se repetía como arengándose las ganas, sin caer en cuenta que su propia historia giró ciento ochenta grados en solo diez años, que Lima se había transfomado en una ciudad distinta a la que el dejó en aquel mismo lapso, pero ese valor irresponsable que dá la bebida, sobretodo cuando no se está acostumbrado a ella, le gritaba desde el fondo de su ser, que debía empezar, la vida le debía una explicación y él no daría un paso fuera de esta puta ciudad sin recibirla.

Una vez fuera del hotel, notó que la niebla era más tupida de lo que parecía desde la ventana del sétimo piso, el frío congelaba hasta los huesos, dudó un instante si era conveniente traer algo con que abrigarse, quizá lo necesitaría, era invierno y ya no estaba en Buenos Aires, estaba en Lima, la húmeda, fría y ahora desconocida Lima. Detuvo un taxi, al que subió sin negociar el destino ni la tarifa (en Lima se negocia hasta el asiento en el que se viajará), olvidando nuevamente que ya no estaba en Buenos Aires, donde el taxímetro, bendito taxímetro, te ahorra todo tipo de líos con los hombres de autos amarillos.

Ya en el vehículo, el reclamo del chofer por su forma intempestiva de abordar, le hizo volver inmediatamente y de golpe, a su actual ubicación geográfica: Lima, no más Buenos Aires, maldita sea. Luego de las disculpas de rigor, Orlando pidió ser llevado hasta la Plaza de Armas de Barranco, quince soles (espetó el chofer, con gesto de granuja redomado), ya sin ánimos de regatear y mucho menos de congelarse el culo esperando otro taxi, Orlando asintió con la cabeza a pesar de ser conciente de los casi diez soles de más que pagaría, por veinte cuadras de recorrido.

Orlando tenía un plan de búsqueda, incluso desde antes de salir de Buenos Aires, sabía bien que fichas mover para encontrar a Diana, o al menos eso creyó, sin haber calculado lo peor, ya nadie del barrio seguia dónde el los había dejado. Las plantas tienen raíces, los humanos pies, pensaba mientras revisaba sus gestos en el espejo retrovisor del auto.
...CONTINUARÁ

martes, 17 de agosto de 2010

La teoría de los rostros.

Un poco de tiempo libre, me hizo dudar al ver diversos tipos de rostros, si el que llevamos con nosotros a lo largo de los años, sobre el cuello, nos viene así por defecto o se transforma con el tiempo, a punta de vivencias, gestos y experiencias, dando como resultado la cara que cargamos indefectiblemente de los veintitantos para adelante, edad aproximada (decisión arbitraria del autor de este mamotreto) en que nuestras facciones se establecen en forma definitiva, con inexorables variantes cronológicas, rumbo a la ancianidad.
Pensé en ello, inmediatamente después de ver a un tipo (empleado público (¡aj!) y sindicalista, además (triple ¡aj!)), cuyo rostro me transmitía sinverguenzura, conchudez de la mala, ignorancia, pero no esa ignorancia que todos tenemos en algún momento respecto de algo, si no, de la peor de todas, de la atrevida, de la que no sabiendo, le importa medio carajo aprender. Debía lo antes posible, resolver esta duda, que ya empezaba a quemar en el pecho, como toda cosa ignorada e inconclusa: ¿las caras son de nacimiento o se hacen con el tiempo?.
Luego de mi, quizá, ociosa apreciación, llevé adelante una mini encuesta (más ociosa aún), entre algunos amigos, que iba así: A la pregunta: Usted considera que el rostro que tenemos es consecuencia de: a) Nacimiento, b) Acumulación de experiencias ó c) Ninguna de las anteriores; obteniendo tras quince encuestados y media hora de trabajo, una rotunda victoria de la opción c), con trece votos a favor y dos carajo, huevadas preguntas, seguro es para tu blog (los cuales asumí como votos viciados), quedándome más intrigado, aún, que cuando empezé mi desvarío, pero ahora, seguro de la necesidad de cambiar algunos amigos.
Tratando de apuntalar una teoría válida, respecto al orígen y/o aparición en el tiempo de los diferentes tipos de rostros (gestos, sería un término más apropiado), y abrumado por los resultados poco auspiciosos de mi encuesta a boca de urna, pensé en los recién nacidos, en los bebés y en los niños, no encontrando en sus caras, alguna señal que denote siquiera una mínima dosis de cinismo, maldad o conchudez en sus almas; fue entonces que, contraponiendo al malbicho empleado público y sindicalista, además (motivo de mi afiebrada teoría sobre la cronología de los gestos) con los niños, llegué a una primera conclusión: así como todos nacemos inocentes, gorditos y tiernos, y el tiempo y la vida se encargan de convertirnos en lo que somos (iguales o peores (nunca se es mejor que un niño)), sucede exactamente lo mismo con los rostros que llevamos puestos, cambian junto a nosotros, y no solo se avejentan, y se resecan hasta agrietarse, sino también, cambian con nuestras actitudes (las buenas, las malas y las estúpidas), cambian hasta hacernos tomar la apariencia de una persona tímida, extrovertida, graciosa, aburrida, despierta, acojudada, inteligente, estúpida, virtuosa, defectuosa, buena gente, conchuda o demás, de acuerdo a como nos vaya en esta feria del Señor.
Dentro de todo este relajo, hueveo, ociosidad, pérdida de tiempo o como se le pueda llamar a mi intento por crear una teoría del porqué cada uno de nosotros tiene un letrero en el rostro que indica a grandes rasgos, y sin márgen de error (en muchísimos casos), el carácter por el que se nos reconoce, recordé a mi adorado Wilde y a su amado Dorian Gray, y como éste, siendo el personaje de una novela de ficción, representa mejor que nadie, la naturaleza humana, la transformación del rostro de acuerdo a nuestros actos y al paso del tiempo.
Probablemente, el empleado público y sindicalista de mierda, además, tuvo en algún momento de su infancia, una cara limpia, una cara buena, la que su propio entorno y posteriores actos y decisiones fueron transformando, hasta adoptar aquel destello a leguas de conchudo y coimero a la vela.
Duda despejada.

viernes, 13 de agosto de 2010

Soltero (in)maduro en el "País de Nunca Jamás".

Tengo una sensación extraña, empiezo a sentirme un solterón maduro, a mis veintiocho junios (abriles me suena cursi), mas no un maricón seguro, y es que sucede lo siguiente: en los últimos seis meses he recibido cuatro partes de matrimonio, igual cantidad de invitaciones a baby showers, tengo las tarjetas de crédito repletas de stickers de “novios puntos”, un amigo en la oficina espera en estos días el nacimiento de su nueva hija (ya lleva dos), algunos otros hablan, con preocupación y anhelo, de los colegios en los que inscribirán a sus hijos el año que viene, sufren las primeras fiebres nocturnas de sus primogénitos, llevan los ojos enmarcados por ojeras gigantescas que delatan la noche de biberones y pañales que vivieron (sobrevivieron, diría yo), me arrinconan, me asustan , me intimidan, me cuestionan, ¿tú, para cuándo? y yo, fuerte y claro: en diez años, y casi susurrando: quizá.

Y, no es que no adore a los niños, los amo, y el sentimiento (creo), es mutuo; amo a los sobrinos de mi novia, a sus primitos, a los míos también, a los hijos de mis amigos, a mis vecinitos, a los que me sonríen en la cola del supermercado, a los que me miran intrigados en los buses, desde la seguridad que dá el hombro de una madre (me los gano con una mueca infalible, la del labio pegado en la nariz y la cara más estúpida que de costumbre), y ellos me aman también, o al menos ríen, no sé si conmigo o de mí, pero a esa edad, dá igual.

No le huyo a los niños, por el contrario, sufro del síndrome de Peter Pan; aún más, si no fuera tan mal y sospechosamente visto el que un hombre se dedique a ciertos menesteres, hubiera sido profesor de educación inicial y anduviera feliz de la vida, a la cabeza de un salón de “pollitos”, “ardillas”, o “conejitos”, convirtiéndolo en mi propio “País de Nunca Jamás”, con espadas, ideas felices y todo. Adoro a los niños, pero exijo solo una pequeña condición, mínima, ínfima, casi imperceptible, que sean ajenos.

Siento que es cruel traer un niño a este planeta hostil, descorazonadamente competitivo, vulgar, vacío de sensibilidad e inteligencia y tan lleno de gente; es por ello que mi misión (autoimpuesta) por el momento o hasta que mi novia diga lo contrario (ya sabemos que las chicas son dueñas y señoras, hasta de las decisiones de uno), conminándome a formar la soñada familia y a dirigir mis afectos mayoritariamente a los hijos propios, es la de hacer felices (en plan Ronald Mc Donald o Patch Adams), a todos los niños que conozca.

Aunque, en el fondo, y pensándolo mejor, luego de cuatro párrafos escudándome en la inmadurez y en la celebración de mi libertad, creo ciertamente ser, un buen papá pero frustrado; sin dejar de pensar en la crueldad de subir un pasajero más a este puto mundo, sé que al final terminaré cediendo a las intimidaciones de mi entorno y sobretodo al corazón de algodón de feria que me acompaña desde que nací, para unirme al club de las ojeras, con mis propios Wendy, John y Michael.

viernes, 6 de agosto de 2010

Rudo vs. Cursi.

Ser indiferente, es rentable sentimentalmente, las chicas prefieren a los chicos malos, el arte de la ausencia es, en el amor, el arte por excelencia, las chicas son como los gatos, si no las persigue un perro, corretean a una rata…añado en estas premisas además, a los chicos.

Me consta en muchos casos y andan por ahí, flotando en el ambiente, éstas y muchas otras aseveraciones con respecto a la preferencia amorosa por los tipos(as) rudos(as), insensibles, de esos(as) que hacen llorar.

En el camino rumbo al amor de tu vida, puedes cruzarte con tipos(as) de las calañas más bajas, de cataduras morales impropias, de perversiones indescifrables, con talento innato para hacer llorar a otros, y morir de amor por ellos(as), además, así como también, en este larguísimo camino, puedes hallar, al, o a la protagonista de telenovela más atento(a), romántico(a) y servicial del mundo entero y mandarlo derechito y sin escalas a la mismísima mierda, por pesado, adulón y cursi.

Es entonces, y luego de la devastadora ventaja porcentual y comprobada de los hijos(as) de mala madre sobre los(as) sensibles buena gente, donde surge la pregunta, ¿qué es lo que en verdad buscamos?, que nos amen, que nos maltraten, ¿nos aburre un amor tranquilo e impasible?, ¿preferimos la ansiedad y por lo tanto la incertidumbre (impredecibilidad le llaman) de un amor no correspondido o correspondido mal?.

La letra manoseada y aprendida de memoria generación tras generación reza: yo quiero alguien “diferente”, refiriéndonos con esto a una persona atenta, mimosa, sentimental y emotiva, la práctica nos demuestra que quizá la verdad sea otra, preferimos una persona “indiferente”, entendiendo por esto: un canalla hijo(a) de mil putas que nos haga llorar.

Queda abierto el debate.

jueves, 5 de agosto de 2010

Desde mi ventana.

Vivo frente a un pequeño parque al que desde hoy, lamentaré ver solo de noche (salgo de casa a golpe de seis de la mañana (en Lima, el cielo es gris siempre, pero más hasta las nueve o diez de la mañana), y regreso a casa golpeado, como a las ocho de la noche).

Escribo que lamentaré no verlo a la luz del día, porque lo que hoy, en obligatorio tiempo libre, trajo el pequeño parque, a golpe de paisajes, desde mi cada vez más fatigada memoria, fue sencillamente sublime.

El preciadísimo tiempo libre que me puso enfrente el destino, Dios, las lamias, Lucifer o a quien se lo deba (gracias por ello), en el que pude ver mi pequeño parque, gente pasar, hojas balanceándose al filo de los árboles, el cielo gris, el aire de húmeda y fresca tarde, la tímida llovizna…en fin, el olor a libertad, fue gracias a una oportuna y bendita gripe, que me cojió de forma repentina, obligándome (¿?) a quedar en casa (dos veces bendita la persona que me contagió).

Sin mayor misión que la de resguardarme del soso y húmedo frío limeño, asomé por la ventana, bloqueando cualquier resquicio de aire helado que pudiera colarse en mi habitación, captando por el rabillo del ojo, la imagen más común y tierna del mundo, que me hizo enfocar en ella completamente la mirada, deteniéndome extasiado a contemplarla, cual vecina chismosa y celestina, transportándome por arte de birlibirloque a mis dulces dieciséis, tiempo en el que el fin del mundo existía en forma de falta de amor.

El objeto de mi mirada nostálgica y atontada era una pareja de escolares, que sin más preocupación que la de prodigarse, mutuas caricias, besos y sonrisas, paseaban su felicidad despreocupada, por todas las bancas del parque, el que gustoso prestaba su paisaje como perfecta escenografía a ese amor primero que todos llevamos en el recuerdo.

Desaparecieron volteando la esquina, asidos fuertemente de las manos, con su amor en ese rato, eterno; momento en el que entró al pequeño parque (escenario de mis recuerdos), un muchacho de unos diecisiete años, despeinado, apurado y con libros en la mano, recordé esa cara, reconociendo inmediatamente en ella (hasta de ojos cerrados, reconocería aquella expresión), el fin del mundo a esa edad: el futuro académico, la etapa que puede hacer de ti, cruel y arbitrariamente, un éxito o un fracaso en la vida, el ingreso a la universidad.

Se esfumó tan rápido como la prisa que llevaba por llegar hacia donde corría, uno sabe de donde viene y quizá a donde va, pero jamás donde te llevará la vida, simplemente corría, lo importante a esa edad es que todos, te vean llegar.

Felizmente abrumado por tanto recuerdo junto, y justo hoy en que me detuve a ver el mundo, en mi pequeño parque, apareció un abuelo, caminando a paso lento y a duras penas, como tratando de alcanzar un sitio desde el cual apreciar el atardecer que ofrece el cielo de Lima a sus sufridos habitantes; al ver sus movimientos lentos, su torpe andar y su soledad, recordé al mio, mi abuelo, que debió andar así sus últimos días, no lo vi, se autoexilió de la familia, siempre dijo que sería mejor así.

Las luces de los postes, empezaron a encenderse, acabando con la magia del parque a la luz del día, dando pase a los amantes nocturnos, afiebrados e impetuosos, a los grupos de muchachos, amigos de la risotada y el bullicio, dando así por terminada mi vista al mundo desde mi ventana y en ochenta minutos; recordé a Quino, el genio detrás de la gran Mafalda, el dijo alguna vez (cito no textualmente, por lo de mi memoria fatigada): deberíamos nacer viejos, con el paso del tiempo hacernos jóvenes y morir de niños. Pensé lo mismo y cerré mi ventana.



miércoles, 4 de agosto de 2010

Bendita Valeriana.

No siendo millonario (malaya mi suerte, carajo), ni muchísimo menos, andar despierto, a las tres de la mañana, leyendo, escribiendo, corrigiendo lo escrito y echando a la basura casi todo lo hecho, puede ser visto como un acto de romanticismo irresponsable, el cual solo puede acarrear dos situaciones: 1) llegar tarde a la oficina en la que trabajo (malaya mi suerte, dos carajos) ó 2) pasar el día entero en estado comatoso, siendo éstas dos, por placenteras, situaciones superlativamente geniales.

Abriendo el abanico de mis posibilidades y no encontrando en él, ni sacudiéndolo como poto de vedette, el más puto atizbo de próxima renuncia laboral, por fortuna o golpe de suerte repentino, y traicionando a mis deseos y a la voz de mi vocación, y para salvarme del desempleo además, emprendí la búsqueda de algún método que ayude a mitigar mi falta de sueño en esas noches aciagas pero felices en las que voy haciéndome un camino pequeñito, discreto, ridículo, casi insignificante, rumbo a mi sueño de poder colocar en el espacio en blanco de los mil y un formularios que llenamos a lo largo de la vida: OCUPACIÓN: (al fín y con toda la concha del mundo) Escritor.

En esa búsqueda, aprendí de pastillas (benzodiasepina, trazodona, orfidal, rivotril, etc.), poses yoga (acroyoga, ashtanga yoga, hatha yoga, bikram yoga, etc.), brevajes, recetas ancestrales, emplastos de albahaca, girasol y otros menjunjes, ejercicios de respiración y de los de relajación también, rezos, oraciones, pactos y todo lo que un cerebro en ebullición a las tres de la mañana puede encontrar en internet para favorecer el sueño y…¡me lleva un carajo partido por la mitad!, nada sirvió.

Felizmente resignado a mi insomnio creativo (¿?), pasé largos meses disfrutando mi estancia al borde del despido laboral (por lo de las tardanzas y el estado comatoso casi diario), hasta que sucedió, como siempre (la sabiduría del pasado), conseguí la solución de boca de una viejecita, linda, sabia, Phd en ramas, tallos, raíces y todo lo que el suelo ofrezca, la tía (mi tía) Amandita.

- Tintura de valeriana hijito – recetó–, cincuenta gotitas en un tecito calientito, media horita antes de dormirte y ¡zas!, buenas noches los pastores, asunto arreglado.

Cuanta razón Amandita. Me reiniciaste al mundo del sueño perdido, en desmedro de mi insomnio creativo (lo único que realmente jode de dormir tan plácidamente), y, sin quererlo (aunque, permíteme una duda en tus deseos, por lo de tu Phd), me sumergiste en la adicción más placentera de la vida entera y a punta de bendita valeriana: dormir sin sobresaltos, escribiendo poseído, en mis ratos de oficina, por el insuflo reparador y creativo que me da la valeriana, que suena a marihuana, solo que mejor.


lunes, 2 de agosto de 2010

Cuando no estés.

Me sentaré en un parque a respirar las calles que harán que te recuerde tanto,
y además por siempre.
Buscaré en las tardes, la sonrisa tuya que hace olvidar al mundo,
el fracaso que soy,
sin ti a mi lado,
la mirada en que existía,
tus labios, que explican la vida, porque soy de donde tu estés.

Pintaré las playas del mundo con tu nombre, para ver si te alcanzo
o si tu me encuentras,
andando por callejas azules, nocturnas, lejanas,
a ojos cerrados, esquivando el recuerdo,
buscando en el mismo silencio,
la razón de tu partida, porque soy de donde tu estés.

Seguiré los vientos gélidos del norte,
ahogando la soledad en el llanto por tu ausencia,
robando a la memoria, cada plaza, cada aroma, cada herida,
en el recuerdo, porque soy de donde tu estés,
y para siempre.





miércoles, 28 de julio de 2010

Mis temores.

Cuando era niño, de solo pensar en estar solo, se me encogían los tanates (acepción mexicana, para referirse a los testículos, huevos o chololos, términos por comunes, ramplones, que prefiero no emplear), casi hasta la desaparición, era vital en ese entonces, para mi seguridad emocional, tanto como para la de mis esfínteres, estar rodeado de gente haciendo ruido para saberlos presentes, solo así era feliz, paranóicamente feliz.

Contrario a lo que me ocurre hoy, que he aprendido a valorar mi soledad (que no es lo mismo a estar solo), en aquellos días de infancia, el grito de batalla ¡¡¡MAMAAÁ EDIIIIITH!!!, y la aparición casi inmediata de mi máma con cucharón en la mano, ante el primer resquicio de abandono momentáneo al que me enfrentaba, eran mi escudo protector (casi tan efectivo como esconder mi esmirriada figura bajo una sábana, imaginándome dentro del Cubil Felino o el Salón de la Justicia) contra el gnomo que, estoy seguro y tengo pruebas, vivía bajo mi cama, esperando asirme de un piecito desnudo y distraído, para llevarme con él, y entregarme como ofrenda a las lamias.

Al crecer, junto a mis tanates (literal y metafóricamente), crecieron los miedos, mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad y el gnomo bajo mi cama los que me atemorizaban, una tarde de julio y sin invitación, llegaron al festival de mis horrores, la oscuridad y la escuela.

Por esos días, vivía junto a mi familia en una casa muy grande (para un niño de cinco años como yo) en el límite de Magdalena y San isidro, frente al cuartel “San Martín”, con un jardín interior impresionántemente frondoso, tan bello como oscuro, esto último, le daba un aroma a bosque de "Sherwood", y yo no era precisamente Robin Hood, así que, a llorar al río, o a los brazos de mi máma, que eran (son) el mejor río para llorar, del mundo.

Corría el año ochentaiocho del siglo pasado, Lima era un Hanoi chiquito, los “coches bomba”, con la consecuente oscuridad, aterraban la ciudad, y a mi en particular, más que el ruido, me asustaba lo desconocido que ocultaba la oscuridad en sus entrañas (nunca he sido un aventurero ni mucho menos, siempre supe que nací para dormir y quizá llevar a cabo un trabajo de medio tiempo que pague las cuentas mientras me manifiesto con alguna forma de arte, por más poco talento que tenga para ello), sobretodo la oscuridad por venir con que amenaza el cielo limeño en invierno, a las cinco de la tarde, hora en que llegaba a casa después del frío e improductivo dia de escuela, atemorizado (como si no faltara con mis temores caseros) por curas de ceño fruncido y costumbres retorcidas.

Con más suerte que ganas, logré sobrevivir a mis temores de infancia, pero en actitud directamente proporcional, junto a mi y otra vez, crecieron mis tanates y otra vez también los miedos mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad, el gnomo bajo mi cama, la oscuridad y la escuela (con curas incluídos), los que daban cuenta de mis temores más recurrentes, a estos se sumaron, y de la forma más cruel, las cucarachas grandes (las de las alas), las ratas, ratones y pericotitos, y la última y reciente adquisición en mi catálogo de miedos, el mar de noche.

Lo de las cucarachas, ratas, ratones y pericotitos es fácil de explicar, me causan repugnacia, (la que de alguna extraña manera es un sentimiento emparentado con el miedo), desde aquella vez que veraneando en casa de una tia, ahora muy lejana, tuve de compañeros de cuarto (vieja cochina) a todo tipo de bichos, entre roedores, rastreros y voladores, me tiemblan hasta los tanates de solo recordarlos; lo del mar de noche, lo entiendo como una variante sinérgica del miedo a estar solo y a la oscuridad, sumado al terror de ver una ola oscura y gigante cubriendo la ciudad, o a un camarón (primo hermano de la cucaracha) inmenso y beligerante, emergiendo entre las aguas para destruirlo todo.

Mis hermanos dicen que son cojudeces de hijo único hasta los seis años, quizá tengan razón, pero yo sé que: el estar solo, el gnomo bajo la cama, la oscuridad, la escuela, las cucarachas grandes, las ratas, ratones, pericotitos y el mar de noche, si bien hasta hoy no han actuado directamente en mi contra, son sospechosos (culpables diría yo), de los ruídos, rozamientos a oscuras (parecidos a una colita en los tobillos), y demás situaciones extrañas que me ocurrieron en estos veintiocho años.

Gracias a dios y a la dueña del edificio en el que vivo (aún con mi familia), se encuentra en alquiler el departamento de abajo, el 204, y como el reloj cronológico me exige independencia, no encontré mejor solución que ocuparlo, para que de esta forma, mi grito de guerra, de cuando era niño, pueda ser escuchado, y aparezca mi máma como en los viejos tiempos con el cucharón en la mano, uno nunca sabe.

martes, 27 de julio de 2010

A mi amiga Mikela.


He vivido poco pero lo suficiente como para saber que nunca conoceré una persona tan pegada a sus sueños y tan feliz de estarlo como Mikela, una mujer de veintinueve años, un metro cincuentaitantos de estatura física y tres metros de la que en verdad te hace grande, ojos profundos como sus convicciones, labios sabios y delgados, y una historia hermosa, por extraña.

Íbamos al mismo curso, siempre alejada, distraída y en silencio, repasaba el salón con mirada traviesa e infinitas veces más inteligente que todas las miradas del mundo juntas, no por callada menos precisa, ni por distraída menos aguda en su forma de entenderlo todo, absolutamente todo, desde la última novela de Ruiz Safón (su autor favorito), pasando por los vaivenes de la economía mundial, hasta aterrizar de sopetón con carcajada incluída y sólo para los amigos (carcajeaba tan sonora y melodiosamente solo para los amigos), en el último escándalo del “gringo” Karl y “Flor de Huaraz”, con “Shaguimán” incluído.

De ella aprendí que el Parque Central de Miraflores, el “Keneddy”, es residencia de cientos de gatos, de incontables razas y tamaños, los que son dueños de una pequeña ciudad detrás de la iglesia, que ayudó a colonizar.

Cada miércoles y cuando puede en la semana, pero obligatoriamente cada miércoles, llueve o truene, Mikela pasea por los alrededores del parque, dejando en cada recoveco, vasijas de agua con vitaminas, trozos de atún, comida especial y balanceada para gatos, y toda cantidad de adminículos inimaginables con que consentir a sus protegidos.

Por ella, conocí a Mechita, una linda señora (una especie de Mikela del futuro), risueña, inteligentísima, bondadosa como tres hermanas de la caridad juntas. Aún recuerdo aquella primera expedición en la que mi gran amiga Mikela me enseñó el lado que yo desconocía o simplemente miraba de soslayo, por idiota e ignorante, como si de locos se tratase, el lado en el que coexisten gatos y humanos en una rara cofradía que los hace felices, dando y recibiendo “ad infinitum”, cofradía en la que Mechita es reina y Mikela, princesa heredera.

Mikela me enseñó “La Noche”, Barranco y Mar de Copas, y que en “La Noche”, toca mejor Mar de Copas, me enseñó Charly, Fito y Argentina, me demostró infinidad de veces que el silencio es sabio, que la música cura todo, incluso más que el tiempo, me enseñó a odiar el trabajo, los lunes y la cronología del éxito, a aborrecer a Deepak Chopra, Og Mandino y Paulo Coelho, la trinidad tetuda como les dice.

Me demostró que la amistad fraterna entre hombres y mujeres existe y es muy buena, que el pelear por lo que quieres no es talento exclusivo de Forest Gump, que el té con café sabe a gloria y que un vaso de emoliente en mañana de invierno, pero sin alfalfa, es manjar divino, me enseñó a perder la fe en los que aún la tienen, esperanza sinverguenza y convenida que le decía, y yo aprendí, pero jamás como ella.

Quizá este post no tenga un solo comentario, ni me sirva para ganar el concurso, pero Mikela parte el mes que viene rumbo a Francia, y yo le prometí una novela, un personaje basado en ella, por lo pronto (perdón por la procastinación) y con todo el cariño del mundo, te regalo un post, para que lo leas cuando estés lejos y quieras un poco de gatos y de amigos peruanos, buen viaje Mikelita, nos vemos en “La Noche”, cuando vuelvas, SAY NO MORE.