domingo, 11 de septiembre de 2011

El dia que Morgan Freeman me llevó a la oficina.

Adormilado y arrastrando lo poco que quedaba de mí, luego de otra larga noche de insomnio, bajé lo más rápido que permitió mi modorra crónica, el millón de escalones que aparecen de la nada, todos los días y a la misma puñetera hora, en la escalera del edificio en el que vivo.  Llegué a la puerta y nada más tocar la calle bastó para que mi pellejo, al contacto de la húmeda y fría mañana, en un acto de rebeldía, se contraiga como queriendo tomar impulso para arrancarse de mi esqueleto y escapar lo más lejos posible de mí y volver a la cama, de puro frío que sintió.  Habráse visto pellejo más traidor.  

Ya un poco más despierto debido al gélido ramalazo, busqué desesperadamente, en plena avenida  y sin dejar de castañetear los dientes, un taxi en el cual refugiarme del inclemente frío y continuar mi sueño camino al trabajo. Probablemente, mi cara amoratada, mis ademanes hipotérmicos o simplemente mi cara de cojudo, animaron al humilde taxista de la Station Vagon, a la cual me acerqué desesperado por cobijo, a aplicarme una tarifa altísima en comparación a la que pago siempre por hacer la misma ruta:  doce soles, me soltó con el mayor desparpajo el muy  hijo de puta, segurísimo de mi imposibilidad de regatear hasta los siete solcitos de toda la vida, debido a mis friolentas condiciones o (otra vez) a mi cara de cojudo.
Resignado e instalado dentro del auto, eso sí, ya calientito, aclaré la voz, preguntando lo más  educadamente, que darse pudo, al avezado chofer si es que podía cerrar  las ventanas, a lo que este, mirándome por el retrovisor con sus ojos pequeños de roedor,  contestó con otra pregunta, tan obvia como cojuda (todo era cojudo aquella mañana.  Hipótesis: el frío lo acojuda todo): ¿hace frío, no?, solo me quedó asentir con la cabeza y mandarlo de vuelta al culo de su madre con la mirada y una sonrisa socarrona, sonrisa que, maldita sea mi suerte, mi asaltante mal interpretó como un gesto amistoso.
Saqué de mi bandolera, la segunda parte de la trilogía de Javier Marías: “Tu rostro mañana” para aprovechar con algo de lectura, los quince o veinte minutos de viaje hacia mi oficina.  Iba concentrado en la novela, inmerso en las tribulaciones de Jaime Deza, y, sintiéndome abrumado por una extraña sensación, como cuando te sabes observado acuciosamente,  alcé los ojos por encima del libro, alcanzando a ver, por el espejo retrovisor, el rostro del chofer que me miraba con una pregunta clavada como zarza ardiente, en las pupilas.  Cerré el libro, nuevamente resignado a la casi segura batería de preguntas a la que me exponía, aceptando mis siguientes diez minutos con estoicismo. 
En aquellos diez minutos, aprendí que existe gente a la que si bien no conoces, y quizá en un principio te jodió cruzártela en el camino, tiene el talento o la capacidad, como quieran llamarlo, de hacer que le hagas un resumen pormenorizado de tu vida, incluyendo: fobias, filias, expectativas, deseos incumplidos o por cumplir, saben exactamente que preguntar y, sobre todo, como preguntarlo, para estar más enterados de las circunstancias que rodean una vida, cualquier vida, antes de hacer un análisis de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas (FODA, que le llaman en el argot administrativo) con sus respectivas conclusiones y recomendaciones para un buen vivir. Para no hacerles largo, ni más aburrido el cuento, luego de contarle al “Deepak Chopra del volante”, a que me dedicaba, lo que había estudiado, la segunda carrera que empezaba a estudiar para complementar la primera y mis enormes deseos de algún dia ser un escritor y vivir de ello, el “Og Mandino de los taxistas”, me soltó un apotegma de aquellos que no se olvidan jamás, me dijo:  “Joven, es como si usted, en estos momentos tuviera tres pares diferentes de zapatos nuevos, los cuáles vendrían a ser: el primero, la primera carrera que estudió; el segundo, la carrera que está estudiando y el tercer par, sus ganas de ser escritor.  Lo que tiene que hacer usted es probar con cuál de los pares se siente más cómodo, camine con los tres, acostúmbrese a uno, el que no le haga doler y le haga caminar mejor, ese, úselo a diario, los otros dos pares, bótelos o utilícelos solamente los domingos o un ratito para alguna fiesta”.  Juro que no entendí un carajo, pero, juro también, que al llegar a mi oficina, nada más bajar del auto con más cara de cojudo, que ya es decir bastante, al taxi le salieron alas y zurrándose en el tráfico, desapareció tras el cielo gris de Lima.

No hay comentarios: