martes, 27 de septiembre de 2011

Algunos, ¿muertos?

Las manecillas del reloj alcanzaron las ocho de la mañana.  Un aire denso se asomaba en la ciudad colándose por los resquicios de la ventana.  Contrariando la lógica, aquel mismo aire narcótico con aroma a sueño y parsimonia, lo había despertado.  Nada más abrir los ojos, el hombre sintió el ambiente enrarecido. Buscó lo extraño olfateando compulsivamente a su alrededor. No era el mismo amanecer de siempre. 
Logró ponerse en pie a pesar del escalofrío que recorrió su espina, trastabilló hasta alcanzar  la ventana que daba hacia la calle.  Su curiosidad pudo más que el temblor helado, como de miedo, que le inundó las piernas.
Habitualmente, al despertar por las mañanas, el hombre acostumbraba descorrer las cortinas dejando circular el aire por la habitación mientras, acodado sobre el alféizar, se entretenía contemplando el hormigueo humano bajo sus pies.   Pero, esta vez, la extraordinaria vista a la calle que tenía desde su departamento, en el octavo piso, se tornó estremecedora.  Una inusual tiniebla se extendía de a pocos sobre el cielo de verano: una mancha gris iba cubriendo lentamente el paso de los transeúntes, borrando gestos en su marcha, vaciando de expresiones a los rostros.  La mancha, avanzaba a paso lento y pesado, dejando una estela de desolación tras de sí, cubriendo cada vez más espacio de cielo en aquel pedazo de ciudad.
Luego de unos minutos de observar demudado lo que ocurría bajo sus pies, el hombre detuvo la mirada, entornando los ojos, en un hecho que le pareció más extraño aún: la mancha parecía detener su camino solamente sobre cabezas adultas, sobre las personas de saco y corbata, sobre los perdidos en sus pensamientos, a esos, a esos les robaba hasta el brillo de los ojos, los dejaba inertes, sin expresión, sin hálito de vida pero vivos aún, doblemente muertos.
El hombre contemplaba absorto esa especie de marcha fúnebre, de la que solo  los pocos niños que andaban por el lugar y algunos cuántos adultos, salían librados, los demás, los “robados”, no parecían ni siquiera darse cuenta. Todo era muy raro para una mañana que debió ser como cualquier otra.
Era como si, solo el hombre fuera capaz de ver la mancha cubriendo las cabezas y borrando los gestos en las personas, robándoles el alma.  No se explicaba como nadie allá abajo reaccionaba con terror, con asombro, ni siquiera con incomodidad ante una situación a todas luces terrible, al menos para él, como si fuese común que les arrebatasen el soplo de vida, los gestos, la alegría, como si lo que les sucedía fuera tan familiar y cotidiano como el pan por las mañanas.
A medida que la gente iba traspasando las puertas de sus oficinas, la mancha desaparecía junto a ellos, sobre sus cabezas, devolviendo la claridad al cielo de verano.  El reloj marcaba las ocho de la mañana y algunos pocos minutos más. El olor adormecido se fue desvaneciendo, del aroma a sueño y parsimonia, quedaba poco, quedaba nada.
La mancha desapareció por completo, el hombre la vio atravesar el umbral de cada una de las puertas de las oficinas, que rodeaban el edificio en que se hallaba su departamento.  La calle quedó limpia, clara, llena de luz, como una mañana de un verano cualquiera. 
Al hombre, luego de haber sido testigo de excepción de la mancha (o lo que quiera que ello hubiera sido) transformando la mañana, esparciéndose aterradoramente sobre las cabezas de determinadas personas y aún consternado y con el temblor en las piernas cediéndole de a pocos, se le antojó una hipótesis: rutina – pensó –...costumbre – dijo  –...frustración – sentenció –. 


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