domingo, 25 de diciembre de 2011

¿Qué significa escribir?

Escribir es un poco desnudar el alma.  Es mostrar en escaparates con vista al mundo las inquietudes, dudas y  miserias, que secuestran la mente de quien escribe.  Es un acto de striptease ególatra y exhibicionista delante de muchos o de no tantos o de un solitario y onanista face to face frente a la página en blanco.  Escribir es prostituírse, no a cambio de dinero, queda esto claro (aunque a veces, la suerte es grande y escribir pone el pan sobre la mesa), pero sí de atención. Escribir es dejar la piel, que es un poco lo que somos, detrás de uno mismo, en cada palabra, en cada frase, en cada texto. Escribir es transmutar, trascender hacia algún otro lugar, no siempre mejor pero si  hacia un lugar distinto, distinto a la aburrida y rutinaria realidad. Escribir es perder intimidad pero ganar la libertad de las palabras y eso, eso, querido escritor, no tiene precio.


domingo, 18 de diciembre de 2011

Feliz Navidad.

Detesto la Navidad  y  el Año Nuevo, también.  Detesto el ruido, los borbotones omnipresentes de gente, el aire con pólvora, el panetón que engorda, detesto la estupidez del chocolate caliente en plena canícula y, siendo intolerante a la lactosa, la leche que lo acompaña. 

Me indigna que, a pesar de los  iphones, ipads, lcdés, leds, tablets y demás adminículos tecnológicos de los últimos diez años, las lucecitas de mierda de los árboles y de las ventanas sigan sonando igual que hace treinta años atrás, con ese ruido soso, monocorde y por demás aburrido.

Detesto la Navidad y el Año Nuevo, también, por el macabro juego del “amigo secreto”, macabro por el desarrollo del mismo.  No termina de cuadrarme aquello de ir consumiendo y recogiendo regalitos (llámese golosinas, notitas, adornitos) de un conocido desconocido con el que tranquilamente durante el año has podido tener infinidad de desencuentros y al cual le das la oportunidad perfecta de vengarse eliminándote y con tu consentimiento, además, a través de un probable envenenamiento sistemático o mediante brujería con objetos pactados (llámese llaveritos, aretitos, pulseritas, etc.), recuerda: caras vemos…

Detesto la Navidad y el Año Nuevo porque es aquí, durante treintaiún largos días, que es lo que dura el ajetreado diciembre, donde se hace más notoria  la desigual felicidad que embriaga (sí, embriaga, no embarga) al mundo.  Es aquí, en este pelotudo mes, donde la brecha que separa a los que esperan el conteo regresivo hacia la media noche, apoltronados en una mullida sala, o alrededor de una opípara mesa, o de cabeza en la juerga más chic de la ciudad, de los que pasan ese mismo instante respirando alegría ajena, y tal vez inalcanzable, aprovechando el decembrino y por lo mismo falso espíritu samaritano de los cristianos pudientes, vendiéndote chispitas mariposa en alguna esquina, con la cara pegada al vidrio de tu auto, soñando a lo lejos con tener alguna vez la propia, se hace más grande en odiosa comparación con el resto del año. 

Detesto  la Navidad y el Año Nuevo, también, porque en los últimos años, el espíritu navideño que flota a mi alrededor le ha ganado terreno a mi otrora orgulloso y arrogante espíritu Grinch y, una vez disminuido este hasta su mínima expresión, hoy  cargo villancicos en mi reproductor y  los escucho afiebradamente (todo navideño yo) durante todo el navideño mes, llegando en el colmo de la traición hacia mi querido Grinchito a colgar el video Last Christmas en la versión de Wham! (si, la ex banda de George Michael) en mi muro de Facebook amén de en este post, (bien dicen que el fin del mundo está cerca).

Pero, sobre todo, detesto  la Navidad y el Año Nuevo, también, aunque, contrariamente y por ello mismo, cada diciembre me vaya gustando más todo aquello de pasarme una tarde completa de domingo desenredando lucecitas, tragándome el polvo de unos muñequitos de yeso y del amasijo de paja que es ese pesebre que, mamá, ya va siendo hora de cambiar, ¿no crees?.


martes, 27 de septiembre de 2011

Algunos, ¿muertos?

Las manecillas del reloj alcanzaron las ocho de la mañana.  Un aire denso se asomaba en la ciudad colándose por los resquicios de la ventana.  Contrariando la lógica, aquel mismo aire narcótico con aroma a sueño y parsimonia, lo había despertado.  Nada más abrir los ojos, el hombre sintió el ambiente enrarecido. Buscó lo extraño olfateando compulsivamente a su alrededor. No era el mismo amanecer de siempre. 
Logró ponerse en pie a pesar del escalofrío que recorrió su espina, trastabilló hasta alcanzar  la ventana que daba hacia la calle.  Su curiosidad pudo más que el temblor helado, como de miedo, que le inundó las piernas.
Habitualmente, al despertar por las mañanas, el hombre acostumbraba descorrer las cortinas dejando circular el aire por la habitación mientras, acodado sobre el alféizar, se entretenía contemplando el hormigueo humano bajo sus pies.   Pero, esta vez, la extraordinaria vista a la calle que tenía desde su departamento, en el octavo piso, se tornó estremecedora.  Una inusual tiniebla se extendía de a pocos sobre el cielo de verano: una mancha gris iba cubriendo lentamente el paso de los transeúntes, borrando gestos en su marcha, vaciando de expresiones a los rostros.  La mancha, avanzaba a paso lento y pesado, dejando una estela de desolación tras de sí, cubriendo cada vez más espacio de cielo en aquel pedazo de ciudad.
Luego de unos minutos de observar demudado lo que ocurría bajo sus pies, el hombre detuvo la mirada, entornando los ojos, en un hecho que le pareció más extraño aún: la mancha parecía detener su camino solamente sobre cabezas adultas, sobre las personas de saco y corbata, sobre los perdidos en sus pensamientos, a esos, a esos les robaba hasta el brillo de los ojos, los dejaba inertes, sin expresión, sin hálito de vida pero vivos aún, doblemente muertos.
El hombre contemplaba absorto esa especie de marcha fúnebre, de la que solo  los pocos niños que andaban por el lugar y algunos cuántos adultos, salían librados, los demás, los “robados”, no parecían ni siquiera darse cuenta. Todo era muy raro para una mañana que debió ser como cualquier otra.
Era como si, solo el hombre fuera capaz de ver la mancha cubriendo las cabezas y borrando los gestos en las personas, robándoles el alma.  No se explicaba como nadie allá abajo reaccionaba con terror, con asombro, ni siquiera con incomodidad ante una situación a todas luces terrible, al menos para él, como si fuese común que les arrebatasen el soplo de vida, los gestos, la alegría, como si lo que les sucedía fuera tan familiar y cotidiano como el pan por las mañanas.
A medida que la gente iba traspasando las puertas de sus oficinas, la mancha desaparecía junto a ellos, sobre sus cabezas, devolviendo la claridad al cielo de verano.  El reloj marcaba las ocho de la mañana y algunos pocos minutos más. El olor adormecido se fue desvaneciendo, del aroma a sueño y parsimonia, quedaba poco, quedaba nada.
La mancha desapareció por completo, el hombre la vio atravesar el umbral de cada una de las puertas de las oficinas, que rodeaban el edificio en que se hallaba su departamento.  La calle quedó limpia, clara, llena de luz, como una mañana de un verano cualquiera. 
Al hombre, luego de haber sido testigo de excepción de la mancha (o lo que quiera que ello hubiera sido) transformando la mañana, esparciéndose aterradoramente sobre las cabezas de determinadas personas y aún consternado y con el temblor en las piernas cediéndole de a pocos, se le antojó una hipótesis: rutina – pensó –...costumbre – dijo  –...frustración – sentenció –. 


domingo, 11 de septiembre de 2011

El dia que Morgan Freeman me llevó a la oficina.

Adormilado y arrastrando lo poco que quedaba de mí, luego de otra larga noche de insomnio, bajé lo más rápido que permitió mi modorra crónica, el millón de escalones que aparecen de la nada, todos los días y a la misma puñetera hora, en la escalera del edificio en el que vivo.  Llegué a la puerta y nada más tocar la calle bastó para que mi pellejo, al contacto de la húmeda y fría mañana, en un acto de rebeldía, se contraiga como queriendo tomar impulso para arrancarse de mi esqueleto y escapar lo más lejos posible de mí y volver a la cama, de puro frío que sintió.  Habráse visto pellejo más traidor.  

Ya un poco más despierto debido al gélido ramalazo, busqué desesperadamente, en plena avenida  y sin dejar de castañetear los dientes, un taxi en el cual refugiarme del inclemente frío y continuar mi sueño camino al trabajo. Probablemente, mi cara amoratada, mis ademanes hipotérmicos o simplemente mi cara de cojudo, animaron al humilde taxista de la Station Vagon, a la cual me acerqué desesperado por cobijo, a aplicarme una tarifa altísima en comparación a la que pago siempre por hacer la misma ruta:  doce soles, me soltó con el mayor desparpajo el muy  hijo de puta, segurísimo de mi imposibilidad de regatear hasta los siete solcitos de toda la vida, debido a mis friolentas condiciones o (otra vez) a mi cara de cojudo.
Resignado e instalado dentro del auto, eso sí, ya calientito, aclaré la voz, preguntando lo más  educadamente, que darse pudo, al avezado chofer si es que podía cerrar  las ventanas, a lo que este, mirándome por el retrovisor con sus ojos pequeños de roedor,  contestó con otra pregunta, tan obvia como cojuda (todo era cojudo aquella mañana.  Hipótesis: el frío lo acojuda todo): ¿hace frío, no?, solo me quedó asentir con la cabeza y mandarlo de vuelta al culo de su madre con la mirada y una sonrisa socarrona, sonrisa que, maldita sea mi suerte, mi asaltante mal interpretó como un gesto amistoso.
Saqué de mi bandolera, la segunda parte de la trilogía de Javier Marías: “Tu rostro mañana” para aprovechar con algo de lectura, los quince o veinte minutos de viaje hacia mi oficina.  Iba concentrado en la novela, inmerso en las tribulaciones de Jaime Deza, y, sintiéndome abrumado por una extraña sensación, como cuando te sabes observado acuciosamente,  alcé los ojos por encima del libro, alcanzando a ver, por el espejo retrovisor, el rostro del chofer que me miraba con una pregunta clavada como zarza ardiente, en las pupilas.  Cerré el libro, nuevamente resignado a la casi segura batería de preguntas a la que me exponía, aceptando mis siguientes diez minutos con estoicismo. 
En aquellos diez minutos, aprendí que existe gente a la que si bien no conoces, y quizá en un principio te jodió cruzártela en el camino, tiene el talento o la capacidad, como quieran llamarlo, de hacer que le hagas un resumen pormenorizado de tu vida, incluyendo: fobias, filias, expectativas, deseos incumplidos o por cumplir, saben exactamente que preguntar y, sobre todo, como preguntarlo, para estar más enterados de las circunstancias que rodean una vida, cualquier vida, antes de hacer un análisis de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas (FODA, que le llaman en el argot administrativo) con sus respectivas conclusiones y recomendaciones para un buen vivir. Para no hacerles largo, ni más aburrido el cuento, luego de contarle al “Deepak Chopra del volante”, a que me dedicaba, lo que había estudiado, la segunda carrera que empezaba a estudiar para complementar la primera y mis enormes deseos de algún dia ser un escritor y vivir de ello, el “Og Mandino de los taxistas”, me soltó un apotegma de aquellos que no se olvidan jamás, me dijo:  “Joven, es como si usted, en estos momentos tuviera tres pares diferentes de zapatos nuevos, los cuáles vendrían a ser: el primero, la primera carrera que estudió; el segundo, la carrera que está estudiando y el tercer par, sus ganas de ser escritor.  Lo que tiene que hacer usted es probar con cuál de los pares se siente más cómodo, camine con los tres, acostúmbrese a uno, el que no le haga doler y le haga caminar mejor, ese, úselo a diario, los otros dos pares, bótelos o utilícelos solamente los domingos o un ratito para alguna fiesta”.  Juro que no entendí un carajo, pero, juro también, que al llegar a mi oficina, nada más bajar del auto con más cara de cojudo, que ya es decir bastante, al taxi le salieron alas y zurrándose en el tráfico, desapareció tras el cielo gris de Lima.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Apuntes de un ex-descreído.

1
Me confieso pobre, o, al menos no tan rico como imaginé que sería a mis casi treinta años, cuando tenía quince. Soy el poco orgulloso dueño de un humilde y desastrado Nissan del ‘98, amén de un ser inexistente para los registros públicos de bienes inmuebles, un casi base tres sin Blackberry ni Iphone, sin tarjeta de crédito signature y con un pasaporte semi-desnudo y avergonzado (por lo calato) con un solitario sello de entrada a algún país, que, por cierto, ni siquiera fue: Italia, Francia, Australia o Japón, sino, uno de aquisito no más, cruzando la frontera, que me dejó de recuerdo, un añejo, estoico y desdibujado por el paso del tiempo: “República de Chile”, estampado en el documento, de trazo irregular y tinta color violeta.

2

He pensado infinidad de veces en la razón de mi pobreza (la material, ni hablar de la espiritual), partiendo del supuesto, ahora casi negado (por mi), de que el trabajo genera riqueza, sin llegar a una conclusión  coherente o que al menos aplaque en algo mis devaneos masoquistas de cada fin de mes, cuando compruebo que mi edad, se desplaza en modo inversamente proporcional al saldo de mis cuentas.

3
Sin creer en el azar, hasta hoy, he jugado “n” loterías cada fin de semana, esperando equilibrar de alguna manera mi balanza de pagos, tan venida a menos desde que trabajo (más), sin obtener el resultado esperado. Me he obligado, en acto de desesperada disciplina y tras incontables e infructuosos intentos, a aprender de fútbol, hípica, póker, cartomancia, numerología y demás “ciencias ocultas” (aun yendo en contra del pensamiento científico que preconizo) en las que, si bien es cierto, se pierde más veces de las que se gana, cuando se gana, realmente se gana y punto.

4
Jamás creí en la magia, ni en los trucos ni en la suerte, es hora de empezar a hacerlo, a la mierda mi pensamiento científico, a la mierda Santo Tomás y su cojudísimo “ver para creer”, desde hoy, creo en lo que no veo, ya que lo que veo, no me sirve.  ¡Que viva “El Tuno” y “El Huachano”!, ¡la tía que lee las hojas de coca, la otra que lee las nalgas!, ¡arriba las patas de conejo y las herraduras, la “llamaplata” y los limones en la mesita del centro!, ¡oda a la sábila con hilo rojo detrás de la puerta, a las lentejitas de los lunes, a pisar caca en la calle y a que te pique la mano!.
Hasta vernos, me voy a bailar, cubriendo mis partes pudendas con un taparrabo rojo y repitiendo un mantra para la buena fortuna que bajé de internet, sobre la foto de Carlos Slim,  a ver si se me pega algo de la suya, claro está, sin dejar de fumar mi “Ekeko”.


domingo, 21 de agosto de 2011

Pequeñas instrucciones para el día en que no esté.

El día que yo muera, quiero que mis cenizas (si mamá, leíste bien, MIS cenizas, son MIS cenizas, yo decido sobre ellas, ni se te ocurra enterrarme, conoces  lo de mi claustrofobia y mi terror a la catatonia) sean esparcidas desde un auto Suzuki  Swift color rojo, a lo largo de la avenida Abancay, en el centro de la ciudad.  Te preguntarás: por qué escogí un auto de ese tipo: por puro mono;  tal vez también te preguntes:  por qué Abancay, la respuesta es menos sencilla y por ello con más contenido que la primera: será como cerrar mi propio círculo, volver al inicio, de qué, no me lo preguntes, al menos todavía no, aún no lo sé, quizá sea una simple percepción o tal vez una fugaz añoranza de aquel primer contacto con miríadas de libros de literatura, los que remplazaron impune y felizmente  a los de Matemática y Biología tan necesarios en ese entonces (y tan aburridos hasta hoy) para mi preparación pre universitaria, enmarcados por los antiguos estantes de la aún más antigua Biblioteca Nacional, en el corazón de la desordenada y caótica  Abancay, allá por mis inocentísimos diecisiete años, cuando probablemente, se instalaron en mí, sin darme cuenta y para no abandonarme más, las ganas de ser un escritor.

Mientras me acompañan por todo el largo de la avenida Abancay, en los parlantes del Suzuki, deberá sonar y durante todo el camino:  “I still haven't found what i'm looking for” de U2, para que quede constancia, al menos entre las cuatro o cinco personas que acompañen mi aventamiento (no deseo y mucho menos aspiro a que hayan más personas que esas cuatro o cinco (detesto las multitudes)), de que, como dice la canción, jamás encontré lo que buscaba pero que tampoco me di por vencido, y, que al menos en ello, me acerqué a Cortázar o tan siquiera a Horacio Oliveira, su personaje de “Rayuela”.

No llanto, todo el que deja esta vida, aun así haya tenido la mejor de todas, al morir, parte hacia un lugar mejor;  ya que no exista el trabajo, es garantía de que: sea lo que sea que nos espere luego de abandonar  el cuerpo físico, será, y de lejos, un mejor lugar.

No quiero misas del mes, del mes y medio, del año ni nada de esas cosas, siempre me aburrieron las misas, aún más que las multitudes;  si quieren recordarme, levanten una copa de vino (no cerveza) al viento y pronuncien mi nombre, es muy probable que echado en alguna cama, desde algún lugar del otro mundo, los escuche y brinde con ustedes...salud!!!.






viernes, 19 de agosto de 2011

¿Volver o no volver?

Quisiera pasar el dia entero escribiendo, quisiera volver a escribir aquí, quisiera ser bueno siendo lo que pretendo ser (un escritor), quisiera ser millonario y dormir hasta las tres de la tarde a diario, quisiera...quiero.