miércoles, 28 de julio de 2010

Mis temores.

Cuando era niño, de solo pensar en estar solo, se me encogían los tanates (acepción mexicana, para referirse a los testículos, huevos o chololos, términos por comunes, ramplones, que prefiero no emplear), casi hasta la desaparición, era vital en ese entonces, para mi seguridad emocional, tanto como para la de mis esfínteres, estar rodeado de gente haciendo ruido para saberlos presentes, solo así era feliz, paranóicamente feliz.

Contrario a lo que me ocurre hoy, que he aprendido a valorar mi soledad (que no es lo mismo a estar solo), en aquellos días de infancia, el grito de batalla ¡¡¡MAMAAÁ EDIIIIITH!!!, y la aparición casi inmediata de mi máma con cucharón en la mano, ante el primer resquicio de abandono momentáneo al que me enfrentaba, eran mi escudo protector (casi tan efectivo como esconder mi esmirriada figura bajo una sábana, imaginándome dentro del Cubil Felino o el Salón de la Justicia) contra el gnomo que, estoy seguro y tengo pruebas, vivía bajo mi cama, esperando asirme de un piecito desnudo y distraído, para llevarme con él, y entregarme como ofrenda a las lamias.

Al crecer, junto a mis tanates (literal y metafóricamente), crecieron los miedos, mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad y el gnomo bajo mi cama los que me atemorizaban, una tarde de julio y sin invitación, llegaron al festival de mis horrores, la oscuridad y la escuela.

Por esos días, vivía junto a mi familia en una casa muy grande (para un niño de cinco años como yo) en el límite de Magdalena y San isidro, frente al cuartel “San Martín”, con un jardín interior impresionántemente frondoso, tan bello como oscuro, esto último, le daba un aroma a bosque de "Sherwood", y yo no era precisamente Robin Hood, así que, a llorar al río, o a los brazos de mi máma, que eran (son) el mejor río para llorar, del mundo.

Corría el año ochentaiocho del siglo pasado, Lima era un Hanoi chiquito, los “coches bomba”, con la consecuente oscuridad, aterraban la ciudad, y a mi en particular, más que el ruido, me asustaba lo desconocido que ocultaba la oscuridad en sus entrañas (nunca he sido un aventurero ni mucho menos, siempre supe que nací para dormir y quizá llevar a cabo un trabajo de medio tiempo que pague las cuentas mientras me manifiesto con alguna forma de arte, por más poco talento que tenga para ello), sobretodo la oscuridad por venir con que amenaza el cielo limeño en invierno, a las cinco de la tarde, hora en que llegaba a casa después del frío e improductivo dia de escuela, atemorizado (como si no faltara con mis temores caseros) por curas de ceño fruncido y costumbres retorcidas.

Con más suerte que ganas, logré sobrevivir a mis temores de infancia, pero en actitud directamente proporcional, junto a mi y otra vez, crecieron mis tanates y otra vez también los miedos mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad, el gnomo bajo mi cama, la oscuridad y la escuela (con curas incluídos), los que daban cuenta de mis temores más recurrentes, a estos se sumaron, y de la forma más cruel, las cucarachas grandes (las de las alas), las ratas, ratones y pericotitos, y la última y reciente adquisición en mi catálogo de miedos, el mar de noche.

Lo de las cucarachas, ratas, ratones y pericotitos es fácil de explicar, me causan repugnacia, (la que de alguna extraña manera es un sentimiento emparentado con el miedo), desde aquella vez que veraneando en casa de una tia, ahora muy lejana, tuve de compañeros de cuarto (vieja cochina) a todo tipo de bichos, entre roedores, rastreros y voladores, me tiemblan hasta los tanates de solo recordarlos; lo del mar de noche, lo entiendo como una variante sinérgica del miedo a estar solo y a la oscuridad, sumado al terror de ver una ola oscura y gigante cubriendo la ciudad, o a un camarón (primo hermano de la cucaracha) inmenso y beligerante, emergiendo entre las aguas para destruirlo todo.

Mis hermanos dicen que son cojudeces de hijo único hasta los seis años, quizá tengan razón, pero yo sé que: el estar solo, el gnomo bajo la cama, la oscuridad, la escuela, las cucarachas grandes, las ratas, ratones, pericotitos y el mar de noche, si bien hasta hoy no han actuado directamente en mi contra, son sospechosos (culpables diría yo), de los ruídos, rozamientos a oscuras (parecidos a una colita en los tobillos), y demás situaciones extrañas que me ocurrieron en estos veintiocho años.

Gracias a dios y a la dueña del edificio en el que vivo (aún con mi familia), se encuentra en alquiler el departamento de abajo, el 204, y como el reloj cronológico me exige independencia, no encontré mejor solución que ocuparlo, para que de esta forma, mi grito de guerra, de cuando era niño, pueda ser escuchado, y aparezca mi máma como en los viejos tiempos con el cucharón en la mano, uno nunca sabe.

martes, 27 de julio de 2010

A mi amiga Mikela.


He vivido poco pero lo suficiente como para saber que nunca conoceré una persona tan pegada a sus sueños y tan feliz de estarlo como Mikela, una mujer de veintinueve años, un metro cincuentaitantos de estatura física y tres metros de la que en verdad te hace grande, ojos profundos como sus convicciones, labios sabios y delgados, y una historia hermosa, por extraña.

Íbamos al mismo curso, siempre alejada, distraída y en silencio, repasaba el salón con mirada traviesa e infinitas veces más inteligente que todas las miradas del mundo juntas, no por callada menos precisa, ni por distraída menos aguda en su forma de entenderlo todo, absolutamente todo, desde la última novela de Ruiz Safón (su autor favorito), pasando por los vaivenes de la economía mundial, hasta aterrizar de sopetón con carcajada incluída y sólo para los amigos (carcajeaba tan sonora y melodiosamente solo para los amigos), en el último escándalo del “gringo” Karl y “Flor de Huaraz”, con “Shaguimán” incluído.

De ella aprendí que el Parque Central de Miraflores, el “Keneddy”, es residencia de cientos de gatos, de incontables razas y tamaños, los que son dueños de una pequeña ciudad detrás de la iglesia, que ayudó a colonizar.

Cada miércoles y cuando puede en la semana, pero obligatoriamente cada miércoles, llueve o truene, Mikela pasea por los alrededores del parque, dejando en cada recoveco, vasijas de agua con vitaminas, trozos de atún, comida especial y balanceada para gatos, y toda cantidad de adminículos inimaginables con que consentir a sus protegidos.

Por ella, conocí a Mechita, una linda señora (una especie de Mikela del futuro), risueña, inteligentísima, bondadosa como tres hermanas de la caridad juntas. Aún recuerdo aquella primera expedición en la que mi gran amiga Mikela me enseñó el lado que yo desconocía o simplemente miraba de soslayo, por idiota e ignorante, como si de locos se tratase, el lado en el que coexisten gatos y humanos en una rara cofradía que los hace felices, dando y recibiendo “ad infinitum”, cofradía en la que Mechita es reina y Mikela, princesa heredera.

Mikela me enseñó “La Noche”, Barranco y Mar de Copas, y que en “La Noche”, toca mejor Mar de Copas, me enseñó Charly, Fito y Argentina, me demostró infinidad de veces que el silencio es sabio, que la música cura todo, incluso más que el tiempo, me enseñó a odiar el trabajo, los lunes y la cronología del éxito, a aborrecer a Deepak Chopra, Og Mandino y Paulo Coelho, la trinidad tetuda como les dice.

Me demostró que la amistad fraterna entre hombres y mujeres existe y es muy buena, que el pelear por lo que quieres no es talento exclusivo de Forest Gump, que el té con café sabe a gloria y que un vaso de emoliente en mañana de invierno, pero sin alfalfa, es manjar divino, me enseñó a perder la fe en los que aún la tienen, esperanza sinverguenza y convenida que le decía, y yo aprendí, pero jamás como ella.

Quizá este post no tenga un solo comentario, ni me sirva para ganar el concurso, pero Mikela parte el mes que viene rumbo a Francia, y yo le prometí una novela, un personaje basado en ella, por lo pronto (perdón por la procastinación) y con todo el cariño del mundo, te regalo un post, para que lo leas cuando estés lejos y quieras un poco de gatos y de amigos peruanos, buen viaje Mikelita, nos vemos en “La Noche”, cuando vuelvas, SAY NO MORE.

jueves, 22 de julio de 2010

Ensayo sobre la rutina.


El reloj rondaba las seis de la mañana, un olor adormecido se asomaba en la ciudad; de manera ilógica, esto, lo había despertado, el aroma a sueño, el hedor a parsimonia; al abrir los ojos, sintió el ambiente enrarecido, ese amanecer era distinto a los anteriores, intentó ponerse en pie, un frío extraño le inundó el cuerpo, trastabilló el paso hasta conseguir mirar por la ventana, su curiosidad pudo más que el temblor en sus facciones, temblor de hielo, de miedo.

El departamento que ocupaba en el centro de Lima, tenía una vista privilegiada de lo que ocurría en el diario andar de los oficinistas de la zona, desde su lugar, Facundo alcanzó a ver una nube gris en pleno cielo de verano, cubriendo el paso de los transeúntes, expandiéndose y borrando gestos en su marcha, ennadeciendo rostros, la nube (o la sombra, como después reconocería), avanzaba a paso ligero, como ansiosa por devorar todo lo que tuviera por delante, dejando una estela de desasosiego, cubriendo más y más espacio de aquel pedazo de ciudad.

Detuvo su mirada, como congelándola, en un hecho que le pareció ilusorio, aún más extraño, la nube detenía su marcha solo sobre cabezas adultas, sobre los de saco y corbata, de los absortos en sus pensamientos, a esos, a esos les robaba hasta el brillo de los ojos, los dejaba inertes, sin expresión, sin hálito de vida, pero vivos, doble sufrimiento.

Facundo, contemplaba ensimismado esa especie de marcha fúnebre, de la que niños y algunos adultos salían librados, sin siquiera darse cuenta de la presencia de la misma, ¿por qué?, ¿de dónde salió?, ¿qué significa?, ¿qué está pasando?, eran demasiadas preguntas sin respuesta para una mañana que debió ser como cualquier otra.

Algo aún más extraño ocurría, al parecer, solo Facundo era capaz, desde su ventana, de ver la nube-sombra, que cubría cada vez más a determinadas personas, robándoles el alma, de no ser así, no se explicaba como nadie allá abajo, reaccionaba con terror, con asombro, ni siquiera con violencia, ante una situación tan impactante, era como si estuvieran acostumbrados a eso, a que les roben la vida, como si lo que les sucedía fuera tan familiar como un beso de abuela.

Alrededor de las ocho de la mañana, el olor adormecido se fue desvaneciendo, del aroma a sueño quedaba poco, del hedor a parsimonia, nada, la nube-sombra había desaparecido, Facundo la vió cruzar por cada una de las puertas de las oficinas que rodeaban el edificio en que se hallaba su departamento, la calle quedó limpia, clara, llena de luz y sonrisas de niños y algunos adultos, Facundo pensó para sí, que la nube-sombra se formaba sobre las cabezas de las personas que usaban saco y corbata, de los que trabajaban a morir, encerrados entre cuatro paredes, de los que dejaron de jugar, de los que olvidaron sus sueños, de los que dejaron de ser niños y se dejaron robar la vida y la sonrisa, por la nube-sombra del diario y rutinario andar.

lunes, 19 de julio de 2010

Antes de saltar.

Miró al vacío como a una puerta de salida que la invitaba al sueño, a un desvanecimiento feliz, sus ojos se perdían en el infinito, intercalando el horizonte con la profundidad del abismo que decidió, sería su próximo y último destino, recordó a su madre, las caricias que tanto bien le hicieron y que tan poco duraron, recordó poco, recordó mal, las lágrimas volvieron borroso todo buen recuerdo en su memoria.

Apretaba los puños como queriendo aferrarse al viento que empujaba su frágil cuerpo hacia el abismo, los pies no obedecían su orden de salto, el corazón latía a golpe de penas, la vida, la triste vida que le tocó, desde que su madre partió de este mundo, se le iba escapando de a pocos, con cada paso hacia adelante, con la proximidad de la nada, la tierra áspera y agrietada, treinta metros más abajo, la esperaba, llamándola con voz suave a terminar entre sus brazos, polvo eres y en polvo te convertirás, recordaba Carmen, en el fondo, buscaba cambiar su historia, no quería morir, pero la vida, la triste vida…la obligó a llegar hasta ahí, total, solo sería cambiar de muerte, la muerte física le daría descanso a su alma muerta por tristeza crónica.

La ciudad empezaba a encenderse a sus espaldas, la tierra rompía sus formas bajo las plantas de sus pies, la mente iba desvaneciendo, y los recuerdos tristes se apoderaban del poco aliento de vida que la mantenía sin dar el paso decisivo al vacío.

La brisa del mar se mezclaba con lágrimas que le herían las mejillas, los ojos brumosos giraban buscando consuelo en el horizonte, estaba decidido, era el momento, la vida no fue justa (¿lo es alguna vez?), no habían segundas oportunidades, menos para ella, arrastró la punta de los pies, tanteando el espacio que le quedaba de vida, sintió el abismo entre las piernas, empezó el camino, fue largo, como de una vida entera, eran las seis de una tarde de invierno en Lima, una vida se esfumó en un acantilado cualquiera.

sábado, 17 de julio de 2010

Frente al espejo.


Aquella madrugada, frente al espejo, viendo los ojos gastados que le enmarcaban el rostro, trató de buscar dentro de si, algún rastro, una pequeña señal de la niña altiva, hermosa y de cabello largo que habitó en ella hace no mucho tiempo, y, no encontró más que recuerdos.

A pesar de la vida que le tocó (o que buscó) y que jamás imaginó para ella, ese instante frente a sí misma, la llenó de nostalgia de la buena, se sintió invadida por un sentimiento del que ya no recordaba mucho, de algo parecido a la dicha.

Volvió la mirada diez años atrás, hasta el momento en que caminaba del brazo del mozo más deseado de la escuela, en medio de las miradas de admiración de los que en ese instante ella, consideraba su pueblo de humillada cerviz, y vaya que lo eran, y cómo la admiraban, era Valeria Rivera, la reina de todas las escuelas de Lima, la inalcanzable, la más bonita, quien estudiaría medicina y se casaría con un cirujano, quien tendría dos pequeños, un niño y una niña, rubios como el sol, por quien su marido, daría la vida, con casa en San Isidro y Cieneguilla, con la vida perfecta, con la historia soñada.

Recordando todas estas cosas, sonreía, era feliz, repetía con los ojos cerrados real y metafóricamente a su presente, los gestos y movimientos de aquella vez en la que fue coronada reina de la primavera por tercer año consecutivo, era Valeria Rivera, debía recordarlo, aunque sea un instante, para no morir de pena y de miseria.

Repetía su nombre incansablemente como tratando de convencerse de ser ella, aún, a pesar de todo. Valeria Rivera, Valeria Rivera, reina de la primavera, pero en lugar de curarla, cada letra de su nombre la hería aún más, recordándole que el tiempo no regresa, que la vida se vive solo una vez, que el destino no es reembolsable, y que somos víctimas del camino que elegimos.

A lo lejos, se dejaba oír el rumor de la mañana, se le iban esfumando los recuerdos, y su rostro se acentuaba más en el reflejo, poco a poco volvía a su presente, tan distinto a lo que jamás pensó.

El reloj marcaba las cinco, debía dejar de soñar con el pasado, y preparar el desayuno, hoy había comité de limpieza en el colegio de sus hijos, el 2032 de Cieneguilla, debía atravesar la ciudad entera, y despertar de su ensueño, la vida se encargó de volverla en Valeria Rivera, ex reina, ex promesa, madre y padre, y de darle una dicha distinta, ver crecer a sus hijos en el anonimato que da la vida humilde, una vida lejana.