Cuando era niño, de solo pensar en estar solo, se me encogían los tanates (acepción mexicana, para referirse a los testículos, huevos o chololos, términos por comunes, ramplones, que prefiero no emplear), casi hasta la desaparición, era vital en ese entonces, para mi seguridad emocional, tanto como para la de mis esfínteres, estar rodeado de gente haciendo ruido para saberlos presentes, solo así era feliz, paranóicamente feliz.
Contrario a lo que me ocurre hoy, que he aprendido a valorar mi soledad (que no es lo mismo a estar solo), en aquellos días de infancia, el grito de batalla ¡¡¡MAMAAÁ EDIIIIITH!!!, y la aparición casi inmediata de mi máma con cucharón en la mano, ante el primer resquicio de abandono momentáneo al que me enfrentaba, eran mi escudo protector (casi tan efectivo como esconder mi esmirriada figura bajo una sábana, imaginándome dentro del Cubil Felino o el Salón de la Justicia) contra el gnomo que, estoy seguro y tengo pruebas, vivía bajo mi cama, esperando asirme de un piecito desnudo y distraído, para llevarme con él, y entregarme como ofrenda a las lamias.
Al crecer, junto a mis tanates (literal y metafóricamente), crecieron los miedos, mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad y el gnomo bajo mi cama los que me atemorizaban, una tarde de julio y sin invitación, llegaron al festival de mis horrores, la oscuridad y la escuela.
Por esos días, vivía junto a mi familia en una casa muy grande (para un niño de cinco años como yo) en el límite de Magdalena y San isidro, frente al cuartel “San Martín”, con un jardín interior impresionántemente frondoso, tan bello como oscuro, esto último, le daba un aroma a bosque de "Sherwood", y yo no era precisamente Robin Hood, así que, a llorar al río, o a los brazos de mi máma, que eran (son) el mejor río para llorar, del mundo.
Corría el año ochentaiocho del siglo pasado, Lima era un Hanoi chiquito, los “coches bomba”, con la consecuente oscuridad, aterraban la ciudad, y a mi en particular, más que el ruido, me asustaba lo desconocido que ocultaba la oscuridad en sus entrañas (nunca he sido un aventurero ni mucho menos, siempre supe que nací para dormir y quizá llevar a cabo un trabajo de medio tiempo que pague las cuentas mientras me manifiesto con alguna forma de arte, por más poco talento que tenga para ello), sobretodo la oscuridad por venir con que amenaza el cielo limeño en invierno, a las cinco de la tarde, hora en que llegaba a casa después del frío e improductivo dia de escuela, atemorizado (como si no faltara con mis temores caseros) por curas de ceño fruncido y costumbres retorcidas.
Con más suerte que ganas, logré sobrevivir a mis temores de infancia, pero en actitud directamente proporcional, junto a mi y otra vez, crecieron mis tanates y otra vez también los miedos mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad, el gnomo bajo mi cama, la oscuridad y la escuela (con curas incluídos), los que daban cuenta de mis temores más recurrentes, a estos se sumaron, y de la forma más cruel, las cucarachas grandes (las de las alas), las ratas, ratones y pericotitos, y la última y reciente adquisición en mi catálogo de miedos, el mar de noche.
Lo de las cucarachas, ratas, ratones y pericotitos es fácil de explicar, me causan repugnacia, (la que de alguna extraña manera es un sentimiento emparentado con el miedo), desde aquella vez que veraneando en casa de una tia, ahora muy lejana, tuve de compañeros de cuarto (vieja cochina) a todo tipo de bichos, entre roedores, rastreros y voladores, me tiemblan hasta los tanates de solo recordarlos; lo del mar de noche, lo entiendo como una variante sinérgica del miedo a estar solo y a la oscuridad, sumado al terror de ver una ola oscura y gigante cubriendo la ciudad, o a un camarón (primo hermano de la cucaracha) inmenso y beligerante, emergiendo entre las aguas para destruirlo todo.
Mis hermanos dicen que son cojudeces de hijo único hasta los seis años, quizá tengan razón, pero yo sé que: el estar solo, el gnomo bajo la cama, la oscuridad, la escuela, las cucarachas grandes, las ratas, ratones, pericotitos y el mar de noche, si bien hasta hoy no han actuado directamente en mi contra, son sospechosos (culpables diría yo), de los ruídos, rozamientos a oscuras (parecidos a una colita en los tobillos), y demás situaciones extrañas que me ocurrieron en estos veintiocho años.
Gracias a dios y a la dueña del edificio en el que vivo (aún con mi familia), se encuentra en alquiler el departamento de abajo, el 204, y como el reloj cronológico me exige independencia, no encontré mejor solución que ocuparlo, para que de esta forma, mi grito de guerra, de cuando era niño, pueda ser escuchado, y aparezca mi máma como en los viejos tiempos con el cucharón en la mano, uno nunca sabe.
Contrario a lo que me ocurre hoy, que he aprendido a valorar mi soledad (que no es lo mismo a estar solo), en aquellos días de infancia, el grito de batalla ¡¡¡MAMAAÁ EDIIIIITH!!!, y la aparición casi inmediata de mi máma con cucharón en la mano, ante el primer resquicio de abandono momentáneo al que me enfrentaba, eran mi escudo protector (casi tan efectivo como esconder mi esmirriada figura bajo una sábana, imaginándome dentro del Cubil Felino o el Salón de la Justicia) contra el gnomo que, estoy seguro y tengo pruebas, vivía bajo mi cama, esperando asirme de un piecito desnudo y distraído, para llevarme con él, y entregarme como ofrenda a las lamias.
Al crecer, junto a mis tanates (literal y metafóricamente), crecieron los miedos, mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad y el gnomo bajo mi cama los que me atemorizaban, una tarde de julio y sin invitación, llegaron al festival de mis horrores, la oscuridad y la escuela.
Por esos días, vivía junto a mi familia en una casa muy grande (para un niño de cinco años como yo) en el límite de Magdalena y San isidro, frente al cuartel “San Martín”, con un jardín interior impresionántemente frondoso, tan bello como oscuro, esto último, le daba un aroma a bosque de "Sherwood", y yo no era precisamente Robin Hood, así que, a llorar al río, o a los brazos de mi máma, que eran (son) el mejor río para llorar, del mundo.
Corría el año ochentaiocho del siglo pasado, Lima era un Hanoi chiquito, los “coches bomba”, con la consecuente oscuridad, aterraban la ciudad, y a mi en particular, más que el ruido, me asustaba lo desconocido que ocultaba la oscuridad en sus entrañas (nunca he sido un aventurero ni mucho menos, siempre supe que nací para dormir y quizá llevar a cabo un trabajo de medio tiempo que pague las cuentas mientras me manifiesto con alguna forma de arte, por más poco talento que tenga para ello), sobretodo la oscuridad por venir con que amenaza el cielo limeño en invierno, a las cinco de la tarde, hora en que llegaba a casa después del frío e improductivo dia de escuela, atemorizado (como si no faltara con mis temores caseros) por curas de ceño fruncido y costumbres retorcidas.
Con más suerte que ganas, logré sobrevivir a mis temores de infancia, pero en actitud directamente proporcional, junto a mi y otra vez, crecieron mis tanates y otra vez también los miedos mutaron, multiplicaron, se expandieron y complicaron, ya no eran solo la soledad, el gnomo bajo mi cama, la oscuridad y la escuela (con curas incluídos), los que daban cuenta de mis temores más recurrentes, a estos se sumaron, y de la forma más cruel, las cucarachas grandes (las de las alas), las ratas, ratones y pericotitos, y la última y reciente adquisición en mi catálogo de miedos, el mar de noche.
Lo de las cucarachas, ratas, ratones y pericotitos es fácil de explicar, me causan repugnacia, (la que de alguna extraña manera es un sentimiento emparentado con el miedo), desde aquella vez que veraneando en casa de una tia, ahora muy lejana, tuve de compañeros de cuarto (vieja cochina) a todo tipo de bichos, entre roedores, rastreros y voladores, me tiemblan hasta los tanates de solo recordarlos; lo del mar de noche, lo entiendo como una variante sinérgica del miedo a estar solo y a la oscuridad, sumado al terror de ver una ola oscura y gigante cubriendo la ciudad, o a un camarón (primo hermano de la cucaracha) inmenso y beligerante, emergiendo entre las aguas para destruirlo todo.
Mis hermanos dicen que son cojudeces de hijo único hasta los seis años, quizá tengan razón, pero yo sé que: el estar solo, el gnomo bajo la cama, la oscuridad, la escuela, las cucarachas grandes, las ratas, ratones, pericotitos y el mar de noche, si bien hasta hoy no han actuado directamente en mi contra, son sospechosos (culpables diría yo), de los ruídos, rozamientos a oscuras (parecidos a una colita en los tobillos), y demás situaciones extrañas que me ocurrieron en estos veintiocho años.
Gracias a dios y a la dueña del edificio en el que vivo (aún con mi familia), se encuentra en alquiler el departamento de abajo, el 204, y como el reloj cronológico me exige independencia, no encontré mejor solución que ocuparlo, para que de esta forma, mi grito de guerra, de cuando era niño, pueda ser escuchado, y aparezca mi máma como en los viejos tiempos con el cucharón en la mano, uno nunca sabe.